Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

domingo, 1 de julio de 2012

La canción universal



Los presos se habían rebelado. No fue premeditado, solo ante la injusticia de lo sucedido se lanzaron. Empezó uno como siempre, después todos participaron. Comenzó cantando bajito y fue alzando la voz hasta que los demás, todos, cantaron con él. Cuando quisieron reducirlos los operarios se dieron cuenta que sus cánticos habían invadido el exterior y la gente se agolpaba en las puertas de la prisión entonando lo mismo. Mandaron refuerzos policiales pero nadie pudo parar aquello. La gente iba creciendo, como El flautista de Hamelín, aquellos cánticos, una vez entraban en el pabellón auditivo de la gente, ésta hipnotizada se dirigía hacia la puerta. Llegó un momento que hasta los policías y operarios se contagiaron. Nadie podía dejar de cantar, ni siquiera podían pedir ayuda. Las voces se expandieron y el fin del mundo llegó disfrazado de canción maldita. La canción, la canción universal.


lunes, 28 de mayo de 2012

Deriva de un desocupado


Siéntese aquí, póngase los auriculares y déjese fluir. El hombre obedece.Tiene un peso en el alma que no puede sacar hacia fuera. Monedero, estampa, petardo, noche, sueño, sanación, sácame de aquí, estropeado, ausente, molesto, periferia, perfidia, atrofio, calla, cállate, disimula, tropieza, calla, la canción de siempre, ya no quiere escucharla. Ahora necesita ritmo del corazón, pam, pam, pam, latidos con ritmo, arrítmicos, flotantes, paranoias, flatulencias en el pensamiento, en los pies, no puede pensar, piensa; sácalo, sácalo, tíralo, reconforta, calor, meridiano, meridiano cero, escafandra, mierda, mentira, suero, latigazo. Cayó en la cuenta de sus palabras sin sentido pero con todo el sentido del mundo. Se levantó cogió la escoba y bailó con ella, algo le saltaba por dentro, se veía bailando y bailaba de verdad, por una vez estaba coordinado, cabeza, cuerpo. Sí, lo que haría después estaba cantado. Ducharse, cantar, gritar bajo el agua sin motivo solo por soltar energía, por desfogar. Después saldría a la calle a respirar. Inspirar y espirar una y otra vez, entrando aire veraniego con olor a mar, a jazmín, a vacaciones; pero no son vacaciones y el trabajo espera. Que espere. Sabe que llega tarde pero no le importa. Para lo que pagan. ¿Tiene todo lo que necesita?, no, tiene sin embargo mucho. Llora. Se da cuenta que llora y se ríe de ver que llora. En los auriculares entre la música una voz y él se gira asustado y no hay nadie y vuelve a reír esta vez de absurdo. Y en la absurdez felicidad. Felicidad porque sí, por la rosaleda que acaba de traspasar y por los contenedores de basura que al lado empobrecen el olor, desorientan a un ciego y a un animal. Marchando, uno, dos, vamos, ya no queda nada, tus pasos se dirigen hacia donde quieren. Vamos ya estás cerca. Un hombre lo mira al cruzarse en el camino. Unos ojos de presente y de realidad. Quieren decir algo pero cuando quiere adivinar otra nueva mirada se le cruza y más tarde otra y ahora mira al suelo para no verse invadido por otras mentes que le transmiten pensamientos, imágenes, problemas, certezas, acertijos. Y sigue sin que sus piernas puedan parar de andar, y pasa de largo delante de su oficina, y sigue sin saber qué pasa, y no entiende esa alegría que lo recorre, que lo fortalece, y entonces recuerda que ya no tiene que trabajar, que lo despidieron ayer, que tiene un gran problema y que sin embargo, está contento, también un poco triste, pero no puede dejar de caminar. Piensa en lo que pensaría una mirada que se cruzara con la suya. ¿Cómo era su propia mirada en otro? El otro pensaría: nada me pareció apreciar en la mirada de ese hombre y sin embargo, bla, bla, bla... Stop. Levántese. Espere los resultados en la sala contigua. Que pase el siguiente.

miércoles, 23 de mayo de 2012

El cuerpo se le hizo pájaro



Inspiración. Los desvaríos comenzaban a llenarle la cabeza, veía varias escenas a la vez.: la despedida, el primer mail; nadie se despidió. Otra vez volvía hacia atrás. Nadie susurró al oído. La primera soledad la sintió en el frío contacto de la noche en su coche sin copiloto, encendió la radio y conectó el programa, ese que escuchaban juntos. Espiración. Ahora corría por la carretera con el acelerador pegado al pie, las rayas de la calzada se sucedían tan deprisa que creyó estar en un juego de ordenador dirigida por otro. Quizá por él, con su control remoto desde su remoto lugar. Inspiración. Nadie susurró al oído mañana será tarde, o no. Espiración. O no, no podía sentirlo ahora recordando con ella. ¿Dónde estás amor? El cartero no llamó a la puerta 33. Ya no hay carteros, pero si los hubiese no habría llamado a la puerta 33. Vaya edad de mierda. A la puerta 33 llamaron los sollozos y susurros, por la rendija de la puerta se colaba la soledad y un haz de luz para recordarle que él ya no estaba. Nadie llamó a su puerta, los pájaros habían enmudecido en el bosque de la distancia, ni un trino de señal, nada; en el silencio solo la respiración. Inspiración. Ya llegas de nuevo, ¿dónde habías ido amor? Un tren. Ahora veía un tren, las ventanillas herméticas, el arriba, ella debajo en el andén moviendo los labios mudos para él que no escuchaba ya ningún trino. Sus pájaros habían enmudecido, a ninguno se les ocurrió el móvil, saca el móvil, pensó, y se lo enseñó desde el andén, él lo enseñó desde la ventanilla, lo pegó al cristal. Movía la cabeza negativamente. No había cobertura. Espiración. Pasaron cinco minutos, oscuridad. ¿Se había quedado sin recuerdos? Y cinco más, nada. Él debía haber desconectado su mente. ¿Dónde estás? La telepatía no es fácil amor. Inspiración. Esperó a las preguntas, pero no llegaban, las imágenes tampoco, ni los sonidos. Contuvo la respiración, quizá era eso, en la no entrada de aire, en la nada estaría la respuesta. Desalojó las incógnitas, esto funcionaba hace cinco minutos, ya no. Un minuto más sin respirar, una eternidad. Espiró otra vez y necesitó coger aire enseguida. Impulsó los pulmones sin intervención del cuerpo, fue un movimiento reflejo y se vio reflejada en el espejo, turbia, desvaída, perdiendo imagen. No te vayas, te vas, lo siento, lo veo, y si tú te vas, yo ni me imagino. No buscó consuelo. Apoyó la frente en la frescura del cristal para sentirse, lo besó, se besó a sí misma y a él. No llamó a la puerta 33 ni a ninguna otra puerta, ahora andaban todas abiertas batiendo con el aire salvaje que bajaba de las montañas levantando remolinos, y alocándole el pelo que se le pegó a la cara con lágrimas de aceite y nube que iban resbalando sin fuerza como una lluvia de ducha caída del cielo. Del techo se abrió un boquete por el que se sintió aspirada hacia fuera, afinó el oído y ahora la noche le daba vueltas hacia arriba y escuchó el rugido del viento abriendo las compuertas de su corazón vacío. El principio del mundo y el fin, todo la envolvía. Supo que había llegado la despedida de verdad, sin tren ni andenes, sin móviles ni carreteras de franjas blancas galopando en sus pupilas, y se vio caer en el gran precipicio del olvido que sabía crecía en el fondo. Onomatopeyas de estertores de todo lo vivo, todo estaba disminuyendo, haciéndose pequeño y ella crecía más y más como Alicia; lujuriosas torcían sus garfios las raíces de los árboles nonatos encerrados en la tierra hendida, jolgorio de flores que iban abriéndose y creciendo con forme ella caía y caía al foso del olvido. La bacanal de frutos podridos y abiertos soltando sustancias pegajosas la esperaban al fondo pero se revolvió, se revolvió con todas sus fuerzas y se agarró a una de las raíces y trepó y trepó hasta llegar a la superficie. Volvió a encontrar los toneles, el olor a vino, su culo en la silla y sus miembros relajados, quiso respirar pero lo había olvidado. Ni inspiración ni espiración, su cuerpo de cera de vela estaba dispuesto a arder en el fuego. La puerta 33 se abrió y cerró tres veces y en la última se vio a sí misma llamando, llamando tras un cristal soltando palabras mudas que ni el viento podía llevarse. Se había desmayado.

viernes, 16 de marzo de 2012

Cierra la puerta y siéntate

Cierra la puerta y siéntate. ¿Por qué? Porque lo digo yo. Hablemos. No. Por favor. Bueno, tú dirás. Se sentó enfrente. Una mesa de cristal fría, transparente, sus pies y los míos debajo. Él, unos mocasines como nuevos, lustrosos, negros, sonrientes bajo unos calcetines blancos, un trozo de pantorrilla peluda y el borde de un pantalón de lino. Los míos, unos pies desnudos sobre unas sandalias de tiritas. Las uñas sin pintar, las del dedo gordo como dos grúas levantadas, feas, duras. Cuatro pies enfrentados. Dos cabezas también pero arriba, como dos minaretes pidiendo oración, aunque en distintos idiomas. Él tocando campanas, repicando a réquiem por un muerto. Yo con la cantinela del turbante, de rodillas y con el culo mirando a la meca, con tantos agujeros por dentro y por fuera como el mantel de ganchillo de mi abuela donde sobre la mesa camilla depositaba su rosario tras murmurar los mil pasos de las mil bolitas. Él me miró. Yo lo miré, sabía yo que iba a ser sacrificada, él también. Había que dar ejemplo de rectitud y yo era menos recta que una carretera de montaña con los papeles sobre mi mesa acumulándose férreos a la espera de una solución que él no me daba. No podía tramitar aquello dando prioridades que él ordenaba con sonsonete de minarete, con esa retahíla de pon primero a éste y después a aquél. Yo quería ser justa, ¿existía esa justicia que yo imaginaba donde el primero es el primero y el último también? Prioridades. Prioridades decía él al acercarse a mi mesa. Ya está me dije yo. Ni el primero ni el último, ninguno. ¿Hay cosa más justa? Todo es ambivalente y mi trabajo también. Me dediqué a merodear por otras mesas con la máscara de traidor, pero no de traición sino de traer, de trasladar los papeles de aquí para allá con tal de no seguir su criterio. Ahora, después de mirarnos fijamente nos quedamos sin luz, se había hecho de noche, es lo que tiene esa línea entre las seis y las siete de la tarde en otoño. La habitación se ha quedado a oscuras, una oscuridad que parte el alma porque sé que va a despedirme, pero se va a hacer la luz en mí, pues aunque duela es lo mejor. Mi cuerpo reacciona, por fin está despertando. Despierto. Doy una patada sin querer y escucho el silencio de los demás despachos vacíos. Ahora la patada es intencionada, descruzo las piernas y digo perdón. Mis uñas grúa han ido directo a su espinilla. Él no dice nada. Silencio. El silencio lo dice todo.

lunes, 6 de febrero de 2012

Hay que cambiar los panales

Olvidémoslo todo, hagamos de nuestra capa un sayo, que corra el aire por debajo de telas espesas que recubren cuerpos livianos. Sujetémonos a las puertas que el abril está llegando, que el abril recorrerá con su viento los entresijos de las colmenas y las abejas reinas rellenarán de miel los panales. En los pantanos las aguas se pudrieron y el olor pestilente se extiende entre las flores de los cerezos, entre el azahar y los jazmines. Alfajores cocinaron las abuelas para endulzar el momento, los rellenaron con la miel de las reinas que aún andaban pegadas al panal. Allá arriba, vi a los hombres escafandra con sus viseras y cristalitos asomando amarillos los ojos suplicantes. Hay que cambiar los panales. Espeso está todo y hay que fluir, calor, el calor se adelanta, y el trabajo… verdad, dicen las mujerucas del pueblo, ¿verdad que hacía años la meta estaba en otras partes? Filete de una endiablada carne de vaca loca trajeron ayer los hombres, después de la tala, y la esquila, y las caponadas. Ya anduvieron segándole los huevos a los corderos. Estambul refulgía entre azules y tés de manzana, licores secos. Grotesco fue el organillo que tocaba aquél viejo frente a la iglesia. No era un laúd de aguja entre cuerdas sino teclas de mármol lo que tocaban aquellas manos. Después la abeja se posó con su aguijón en el extremo de aquél laúd, se mezclaron los instrumentos, avellana era el color de todos ellos, madera de fruto seco secada al sol. Los maizales despellejados. Abedul de dulces hojas arrastraba su calva contra el suelo y el viento amarillo con su calor encogido iba dando cabezazos hasta llegar al río y en el río los hombres y entre los hombres el músico y ante la iglesia que antes fue mezquita, Estambul resplandece de azules. El Bósforo gira en una esquina tumbando un barco, un cántaro, una fuente de pescados y el sombrero de un sufí flotando alegre camino del palacio con la miopía de los sombreros que, sin cabeza, no saben a dónde miran, sólo van hacia donde los lleva la corriente. Deshagámonos de todo, basta con los corderos que cabecean sobre la mesa y las tostadas de abeja reina rechinando entre los dientes.

domingo, 5 de febrero de 2012

Anoche soñó Margarita con su abuela



Se acostó a las seis y soñó deprisa, tenía prisa por eternizar la noche y levantarse. Se levantó a las seis pero de la tarde. ¿Cómo era posible?, doce horas durmiendo. Encendió una luz, volvía a ser de noche, la luz avanzaba hacia la puerta y reflejaba en los muebles del exterior. Una sola luz para ambientar un día perdido. Intentó recordar lo vivido en el sueño, también era vida eso. Dislocada, Margarita corría hacia el autobús que la llevaría al pueblo. Tanto tiempo sin aparecer por allí. Miró fijamente a través del cristal y todo lo que vio fueron ancianos. Intentó, la mirada quieta, intentó sobre sacar entre los pliegues de piel aquellos rostros de pasado, tersos. Los ojos antiguos de ahora destellaban algún reflejo de antaño escondido en las pupilas. Esos espejos azules que de su padre recordaba. Cuando los miraba, todos los campos florecían, todas las semillas germinaban. No te detengas, se dijo. Bajó del autobús y perdió el equilibrio, las aspas de los molinos ahora eran eólicas y cortaban de cuajo a las aves curiosas, el movimiento despierta se dijo Margarita, y sin fijar más la mirada caminó con una ristra de niños nuevos detrás. Eran los supervivientes de ese desastre. Un pueblo abandonado. Dónde está la palabra, la palabra mágica que deshaga el encanto y devuelva la vida a estos campos. Se quitó la escafandra de la ciudad y a cuerpo descubierto pudo ver mejor. No estaba muerto el pueblo. Era ella, la muerte, quien había ido a visitarlos. Llevaba harapos de largas telas superpuestos y zapatillas de diseño. Nadie entendió su look, pensaron que le había ido mal y por eso volvía con ellos. Resolvió el acertijo. Entró en la casa de la abuela, su abuela y la abuela de todos. La miró detenidamente, sus pasos no eran cortos ni los movimientos lentos. Estaba contenta de verla. Sonreía con los pocos dientes que conservaba. Tras las mellas el tiempo detenido, la mecedora, los vaivenes en canturreos junto a la ventana esperando al abuelo que nunca llegaba. Bromeaba, estará perdido por ahí, y las dos sabían que sí lo estaba. La abuela era mujer de las de antes, de las de siempre y de las de ahora. Tras su chal sobre los hombros respiraban perchas de antaño que la sujetaban a la tierra, esa tierra que ella explicaba con terrones de azúcar que echaba en la malta, el café es malo, decía, hace decir mentiras a las niñas. La abuela soltó las mariposas que tenía atrapadas en un tarro. Cerraba las ventanas, las puertas, encendía las luces y soltaba las mariposas que enloquecidas revoloteaban alrededor de las lámparas con ruido opaco. Anoche soñó Margarita con su abuela y se fue al pueblo por eso tardó tanto en despertar, no quería despedirse de ella.

sábado, 4 de febrero de 2012

El reto de la costurera



Incesantemente cosía y cosía aquél traje que la traía loca, era de piedras preciosas por arriba y gasas a caballo entre la cintura y los tobillos, sin riendas enhebraba y desenhebraba, hacía nudos, volvía del revés la tela, se la ponía encima. Indómito el tejido quedaba tieso sobre sus rodillas como una coraza más que un traje, pero daba igual, le habían dicho que no sabía coser, que lo encargase en la tienda y no le dio la gana. Avellanas de piedras preciosas, eso es lo que había hecho, qué pasa, son piedras vulnerables del bosque y no de la mina, con esas cortezas unidas por el hilo hasta tendría sonido, un traje con sonido, y por qué no, no hay gente que escucha colores y ve sonidos, pues ya está. Belicoso se retorcía el tejido creyendo ser una escafandra o un chaleco antibalas y por qué, pues porque los trajes de noche no se hicieron para las avellanas. Tranquilos que aún hay más, la seda de abajo será de papeles de fumar, semitransparentes, después los colorearé con sprays de colores, será el traje más bello y lo envidiarán, así se les caigan los dientes a los que no creyeron en mis manos. Volvió a voltear la tela y ya iba tomando forma. Tejados a base de cáscaras, tejados, aullidos. Sería un traje vivo, animal, con antenas que escucharán lo que la gente dijera de él. Jirones de seda de papel de fumar volarán entre las piernas de la afortunada a la que dé en el blanco. La lotería de los trajes. No sé lo que harán los demás pero el mío, os aseguro, no pasará desapercibido.

viernes, 3 de febrero de 2012

Aquellos carteros ya no existen...



Esos carteros ya no existen, desaparecieron en las lomas de pueblos lejanos. Se fueron yendo como los animales, y después nunca volvieron aquellos tiempos de las reuniones bajo la morriña del fuego. Las casas, la iglesia, Neruda, todo fue desapareciendo bajo las aguas: poemas, nudos de vidas bajo una presa, bajo la avalancha de la fuerza, oídos sordos ante las súplicas por mantener aquél recinto de vida: los bares, las montañas, cena de Navidad que habría que celebrar en otra parte, en ese pueblo gemelo de casas iguales prefabricadas donde la gente se pierde. No volvió a escribir nadie, para qué, los carteros habían desaparecido y con ellos las palabras traídas y llevadas habían perdido sentido. Buzones vacíos y gente que ya no salía a la puerta. Las palabras desaparecieron escritas y tan solo quedaron los sonidos que fueron convirtiéndose en bandejas de plata donde una palabra al caer resonaba en kilómetros, solo una palabra y el repiqueteo sin rima pasaba de una casa a otra, de un cordel a otro donde la ropa la impulsaba hasta llegar a las montañas donde los pastores, a través de rendijas oscuras entre los peñascos las repetían, cerraduras se sellaban para que de allí no salieran y quedaran resguardadas: una canción de amor para las nuevas generaciones que investigando, como lo hacen todas, encontrarían. No toques a esa puerta, dirían los mayores, pero ellos en su rebeldía las encontrarían. Un verso aquí, un poema allá y ya no podrían abandonar el lugar. Las montañas se harían de palabras hasta conformar casas y el dulce cartero de antaño aparecería a lo lejos con sus cartas llenas de más palabras como barajas en la mano y las lanzaría al aire y el cielo se llenaría de ellas. No necesito versos dirían algunos, pero ellos, las nuevas generaciones los atesorarían allá arriba hasta formar los besos de las palabras impresas en el paisaje. Besos de ahoras y de luegos y de siempres y de nuncas y de estoy y de te vas, besos para construir besos a los de no toques a mi puerta, abajo las puertas entonces. Que salga la palabra de cada uno y se beba el viento y se seque la presa y devuelva el pueblo. Qué lejos esos días en que los carteros se fueron, ellos fueron los primeros. Qué triste, cuanta tristeza la ausencia de lo escrito, los sonidos no eran suficientes para ver las cosas, sin cartas la vida era más pequeña, sin cartas se secó el pueblo, sin cartas quedaron enterradas las ilusiones, los sueños, los quehaceres, todo perdió valor y brillo, el sol dejó de salir y las brumas se apoderaron de ese pueblo que hoy duerme bajo las aguas.

martes, 17 de enero de 2012

Sueños interdentales apretados de urgencia



Pasó la noche entera sin dormir. Los pensamientos se repetían, apretujaban, empujaban y se salían para volver a entrar. El cuerpo daba vueltas, las costillas se constreñían apretadas. Colocó su puño en el pecho, sin sentir, apretando hasta el fondo y comenzó a bajar. El puño descendía apretando, aliviando y casi corría por llegar a las entrañas. Otra vuelta sobre la almohada, estiramiento, sentir el cuerpo y, almohadas mojadas del universo. Cuántas almas estarían así, dando vueltas. Camisas de almidón sobre las sillas al lado de la cama, como con cuerpos sostenidos pero sin cuerpo, tiesas en ese vacío del cuerpo alejado solo unos pasos. Sueño al final las estrellas del sueño atrapando el envoltorio, irse más allá a recorrer otros parajes, soltar el alma y dejarse llevar por ese estremecimiento. Un precipicio, cometas, globos aerostáticos con el corazón encendido, marionetas bailando sueltas, colgadas de un techo de siluetas, sombras de la noche acogiendo, dolor de huesos, herramientas del cuerpo guardadas en una caja metálica, amistad que atrapa en un edredón mullido y oliendo a limpio. Darse la vuelta en el frescor de la sábana no tocada todavía. Pastillas de colores colocadas en fila. La azul para la belleza y la verde para funcionar, la amarilla para el teatro, para no sentir. En la actuación no siente lo que ocurre. Usurpar, usurpar cuerpos y estados de otros tiempos. Relaciones inexistentes hechas de te lo digo todo sin decir. Con un traje, con un gesto, con un aspaviento de Señorita de Trevélez. Hasta donde sé repito los trajes sin adivinar todos lo que aguardan en otros armarios. Travesuras de adulto con ganas de niñez, dejadez de los dientes, chirriar, rechinar, boca abierta y azucarada en salivas espesas que derraman manchas de almohada caliente. Llagas en la lengua de apretar, de empujar palabras que no salieron durante el día. Palabras interdentales apretadas de urgencia. Confío en la noche, me dejo llevar. La ventana de enfrente deja una rendija a un haz de luna llena donde antes hice un baño de noche y plenitud. Cerré el libro entreabierto a una historia que no era la mía pero me atrapaba hasta que los párpados me engañaron y me dije, amo tus noches sin sueño y me dormí, y después comprobé que andaba despierto y durmiendo a la vez bajo las figuras de los objetos oscuros de mi habitación. Tus cejas quemadas por el viento de poniente se posaron sobre las mías llenas de hielo. Pequeñas gotas se desprendieron en algún remoto incendio de bosque escondido entre una selva sin descubrir, desbrozando maleza enredada con el machete imaginario de tu cicatriz, esa que ha hecho costra, muro, e impide saltar al vacío. Tu cicatriz se ha expandido, se ha apoderado de mi piel lisa y ha anidado. Los nidos se calientan con las briznas de hierba que colocan las ideas siniestras de noches oscuras, donde la luna, se esconde asustada. Alamedas de laberintos principescos donde siempre hay perdida una princesa. Las princesas de cuento que siempre aparecen perdidas donde menos lo esperas, en un recoveco de realidad, de existencia mundana. Me aventuro a perseguirte por las guirnaldas y las enredaderas hasta poder llegar a un balcón, un balcón en tu cuerpo caliente, dónde se haya ese calor, en el ombligo, en la cavidad de las costillas, en el interior de los ojos. Me aventuro a descubrir ese castillo entre la niebla perdida en la montaña más grande, esa entre nubes y cielo. El sentirte cerca me abrirá todos los fosos, caminaré sobre las aguas como los poseídos. A sentirme cerca me llevará este jinete enloquecido que no necesita de mi vara para cabalgar cada vez más deprisa. Ese tesoro que esconde tu calor no puede quedar perdido. Todo el castillo resplandece ahora. Amaneció y yo en mi cama, cabalgada de tanto dar vueltas en la búsqueda, encontró el calor de mis propios huesos entumecidos por la humedad de todas las almohadas manchadas de salivas densas. La decisión estaba tomada. Me iría contigo aunque el mundo se redujese a un pequeño castillo en la montaña, a un laberinto de guirnaldas y enredaderas, me iría contigo. Las voces del pasado quedarán mudas ante este jinete loco que acaba de asaltar tu ventana, tu balcón de princesa condenada. Enterradas quedarán todas las dudas que aquejaron mi cabalgar nocturno. La luna con su pequeño haz de dedos puntiagudos como niñas muertas que llaman a sus madres desde las tumbas, así me ha acariciado ella, sutil, con sus dedos finos y azules de transparencias venosas, así me llega tu calor aunque estés lejos. Sí, me iré contigo y no volverán las noches de insomnio ni las lunas llenas, ni los envoltorios de sábanas frescas. Acabadas las exequias de mis miedos, corro ya hacia tu lado.

lunes, 16 de enero de 2012

2012. FIN.



Nadie avisó de lo que iba a ocurrir pero todos estaban alertas, un sexto sentido, un fluir diferente en las cosas los hizo estar atentos. Nadie llegó a tiempo, el cambio se había precipitado sobre ellos apenas con un pálpito. Aquella mañana sobre lo previsto nadie salió de la ciudad. En las ventanas de los edificios solo había una pesada niebla que se arrastraba. Era marzo y las nieves heladas andaban derritiéndose y haciendo de las suyas. Todo era blanco y marrón. No quería escuchar más el sonido de aquellas pequeñas cascadas que el agua formaba en las rejillas del suelo, esos desagües comunes por los que se escapaba la música de la ciudad. Los ronroneos de motores de coches y camiones, las sirenas de bomberos y ambulancias, el tic-tac de los semáforos para ciegos y las palabras de la gente que se iban en un vaho constante. Aquella mañana parecía que todos los vahos del universo se habían unificado para tapar las ventanas a lo que se aproximaba. Nadie salió de sus casas. Sin árboles ni nada a la vista, encerrados entre opacidades de cristal hueco escucharon sin ver. Enroscados en sus camas esperaron lo peor, pero nada llegaba. Torcidos eran los sentidos, sabían que no saldrían de allí, pero tampoco pasaba nada. Un gran estruendo, una explosión gigante y silencio, el ruido del silencio que lo acaparaba todo. Ni los niños lloraban bajo el peso del miedo, ni los perros ladraban ante el desconcierto, ni los pájaros bajo el peso de la atmósfera soltaron un solo trino. Aturdidos movían las plumas muy deprisa pero comprobaron que la nieve, desmembrados tenía a cuantos seres vivos habían quedado debajo. Los árboles enterrados apenas asomaban ni una hoja, ni una pequeña rama. El alud. Si se atrevieran el sol y la luna a juntarse de repente quizá se derretiría todo. Deprisa, deprisa, corred. A tocar esa tecla que solo vosotros podéis tocar. El órgano de la iglesia del barrio sonó. La única melodía estridente y loca que sonaba cerca, el jorobado de Notre Dame o cualquier fantasma del pasado se había puesto a tocar enfebrecido la melodía que detiene el aire y congela la maquinaria de esta divinidad, de esta señora de las señoras. La nieve. Esa dictadora blanca de blandas ropas y duro corazón. Aquella ciudad desapareció en la nada. En los noticiarios decían que todavía en secreto, la gente seguía viva, escondida, a la espera de un rescate que ya no llegaría. Ni la luna bajo la máscara blanquecina de las nubes, ni el sol en todo su esplendor se dignaron a unirse. El pánico cundió. Nadie encendió una vela. Las catástrofes iban sucediéndose de ciudad en ciudad como un castillo de dominó, nadie dijo adiós. Cada uno preocupado en lo suyo huía de lo que sabían ya no había remedio. Las premoniciones de la historia se habían cumplido y uno por uno desaparecerían entre aguas turbulentas, avalancha de nieves, corrimientos de tierras, terremotos, maremotos y tsunamis. El fin del mundo había llegado de verdad, a pesar que hasta el último de los hombres y en el último momento pensaba que se salvaría.

Nadie miró los escaparates antes de la catástrofe, en algunos establecimientos de electrodomésticos las miles de televisiones repetidas ofrecían el mismo rostro de la barbarie. Nadie quiso pensar que su próxima ciudad era la suya. Los ancianos lloraban ante el no futuro de su descendencia. Nadie aporreó las puertas de los demás, la cobardía general impedía que se avisasen unos a otros, también el desamparo, sabían que ya no había remedio, que todo había terminado, lo habían visto en las noticias de los demás lugares.

Un grupo de hombres que de forma solitaria habían escapado se fueron juntando en un punto a lo alto de una montaña que había quedado indemne. Ahora se debatían en cómo empezar todo. No quedaba ni rastro de lo que habían conocido y les faltaban las fuerzas para pensar. Ya está dijo uno. Lo primero será buscar provisiones para comer, sin comida moriremos. El de al lado se decantó por el agua. El otro por buscar un refugio para la noche, el otro por tumbarse a dormir y dejarse morir, no quería saber nada. Amaneció y todavía estaban allí sentados. Se miraron asustados, qué harían con tanta tierra para ellos.

viernes, 6 de enero de 2012

Pequeñas y grandes mujeres o viceversa

1898. Nadie se perdió. Todos supieron que fui yo. Ese es mi número de empleada. 1898. Ese año se inventó el cine y fue la guerra de Cuba, y mi bisabuelo conoció a mi bisabuela y ahora yo tengo ese número que me identifica. Todos saben que fui yo. Por los laberintos de la red hice correr un rumor, no pensé que me descubrirían porque no pensé nada. La máquina, yo, y de su subconsciente Freud hacía de las suyas y mandaba olas de odio hacia los que lo dominaban todo. Ya no sonaba Schubert, no estábamos con los nazis, ni yo era la muerte, ni la doncella. Hitler había nacido aquél año, sí, tan sólo era un bebé gordo y chillón pendiente de la teta de su madre. No le había nacido el bigote ni las malas entrañas todavía. Era un niño que más tarde querría ser pintor, como muchos, lo que no sabía el mundo ni él, es que pintaría con sangre de muchos, muchos años después. Los presagios en mi mensaje, en mi mal bulo indentificaban a los de arriba con ese niño pintor que tantos psicólogos estudiarían después. Cómo se me pudo ocurrir aquello y cómo no pensé que me pillarían por esa fatídica fecha y ese fatídico número idéntico. Un filósofo dijo sobre esas fechas que la verdad había muerto sepultada en las muertes venideras. Agasajó las torturas como su Dios, según él, sobraba mucha gente. Los de arriba son así, les sobre mucha gente. Las mujeres a sus lados parecían tomar cuerpo pero no eran más que meras marionetas bailando a su alrededor. Esas mujeres que nada tenían que ver conmigo y los que nos rodeaban ahora. Sin voz ni voto. Sin nada más que el poder a través de sus horribles maridos. Por eso lo hice, quise bajarlas de su pedestal, que se diesen cuenta que sus vidas eran como esas imágenes trucadas de Fotoshop proyectadas sobre una pantalla intercambiable. Imágenes proyectadas sobre edificios y museos como si fuese arte, un arte que ellas no entendían pero aplaudían en público como un bello reflejo de su disimulada incultura. Para ellas creé yo estas imágenes que ahora me costarán un expediente, una suspensión de empleo y sueldo. Bueno, y qué, ya no tiene remedio; asumiré la culpa y lloraré en la cola del paro pero ellas no olvidarán jamás aquello que vieron en sus casas, en los televisores, en los telediarios de la noche cuando a punto de cenar, al cerrar los ojos y pensar que podrían haber hecho otras… Sin cuerpo, a esas horas iban a dormir después sin cuerpo, sin sangre, transparentes por fuera y negras y carcomidas por dentro y se preguntarían una vez más si valió la pena. A mí, verdaderamente me la valió.


jueves, 29 de diciembre de 2011

Caballitos de mar



Dibujó caballitos de mar y en cada curva veía eses de silencio, de bombeo. Dibujó muchos, primero diez en fila india, después otros diez y así hasta que completó la hoja. Entonces corrió hacia el baño y llenó la pila de agua, después sumergió la hoja de papel con todos sus caballitos y corrió a cenar, su madre lo había llamado varias veces. Nadad tranquilos que ahora vengo, les dijo cerrando la puerta con sigilo. El agua comenzó a negrear en su ausencia, los caballitos iban desapareciendo en su bombeo de uno en uno, de dos en dos, algunos en grupo. Cuando el niño volvió para jugar con ellos comprobó con horror que habían desaparecido bajo un agua negra y sucia, le daba miedo, pero metió las manos en el negror para recuperarlos. Al sacar la hoja del agua lloró al ver que se le quedaba pegada entre los dedos. Después, poco a poco, fue notando que se alegraba y en su mente fueron apareciendo nuevos caballos, pero éstos eran de tierra: salvajes, libres fuera del papel, relucientes en el viento, asilvestrados, corriendo majestuosos por una selva infinita que acababa de revelársele entre las velas de su tarta de cumpleaños.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Bailar boca abajo



Y el domingo 25 de diciembre bailaré del revés todo lo que no bailé del derecho. Los demás lo harán así pero yo necesitaré un revés para poder bailar. Más rápido, más rápido, no lo pienses, pensaré, y cuanto más piense más despacio me moveré, pero eso sí con las manos en el suelo y los pies moviéndose en el aire, tocándolo todo, y otras certezas llegarán a mi cabeza llena de sangre contenida, repleta entre los ojos y la boca.

lunes, 19 de diciembre de 2011

No hubo acuerdo



No hubo acuerdo, por más que pelearon, gritaron, se arrojaron cosas, no hubo acuerdo, ¿y por qué necesitaban tanto ese acuerdo si con haberse ido unos por un lado y otros por otro ya hubiese sido suficiente? Pues porque se necesitaban. Los unos sin los otros, no eran nadie, y la lucha que llevaban los ayudaba a mantenerse vivos, a pensar que todavía merecía la pena algo por lo que luchar. Desde todas partes les decían que ya nada tenía remedio, y unos y otros eran perjudicados, aunque unos en menos medida que otros. Así que con la lucha, todavía mantenían la ilusión de que unos, eran más importantes que otros. Lo creían de verdad, de lo contrario no estarían luchando. Pasó un camión de la basura y comenzó a recogerlos uno a uno con sus grandes pinzas, los metió en la trituradora, y allá que se juntaron todos. El camión siguió avanzando, por el camino recogía animales, trastos sueltos, coches, barandas de balcones. Cuando llegó al final de la ciudad se juntó con sus cómplices: las grúas, que por su parte habían recogido todo tipo de edificios y también los habían juntado y allí, todo en un montón preparado para la gran merienda, quedaron aparcadas las máquinas a la espera de nuevas órdenes. Poco después llegó avanzando por el camino, pesadamente, una trituradora gigantesca. El control remoto lo llevaban desde arriba, en el planeta Mierda, que ahora había aumentado su población con los últimos indignados del planeta Tierra, que escondidos entre las montañas habían aguantado hasta el final, hasta que con la última nave revisadora decidieron entregarse y empezar otra nueva vida, aunque fuese como esclavos también. Por lo menos cambiaban de aire, a lo mejor esos dirigentes del planeta Mierda, eran menos horribles que los de la Tierra, a lo mejor con tener una misión, lo demás, el tiempo libre posterior, era para ellos, a lo mejor no tenían que trabajar a cambio de nada y por lo menos conseguían la eternidad o un cuerpo robot para no deteriorarse. Llegó la apisonadora gigantesca, redujo a polvo la gran montaña de cosas y hombres inservibles, todo, y dos grandes haces de luz absorbieron a las máquinas. Misión cumplida. El planeta Tierra pasaba desde ese momento a la Historia.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Cena de Navidad: Ex-alumnos del "García Lorca" (3)




Antes de salir hacia la cena, el cantautor había decidido que debía insonorizar su casa. No debía dejar de ensayar, aunque a veces se preguntaba para qué. Por la calle, camino del bar donde se reunirían, pensó en qué les contaría que había hecho él en todos esos años en que no se habían visto. Quizá ellos habrían conseguido lo que deseaban. Bueno, su equipo de trabajadores estaban contentos con él. Sus obras hacían felices a los demás. Y qué mejor para componer letras que escaleras altas, monos y trabajo manual. Vale, sí, contaría su historial de obrero aunque haciendo incapié en que sin dejar de cantar y hacer algún bolo por aquí y por allá. Cuando dio la vuelta a la esquina, comprobó que era el último. Ya estaban todos sentados. Qué mayores estaban, viejecetes, pero bueno, qué gracia, los gestos de cada uno eran los mismos. A pesar de no llevar las gafas y no distinguirlos bien, sabía perfectamente, quién era cada uno. ¿Lo reconocerían a él por lo mismo, por su gestos y no por sus facciones?, ¿carne por fuera y esencia por dentro? Vio al camarero salir del local y dirigirse a una mesa de la terraza. Era un chaval muy joven, cuánta vida por delante para desaprovechar, aunque al final acabaría como ellos, bueno, como todos, la vida acaba unificando. Qué pensaría ser y en qué terminaría...




El clima fue animándose, con la segunda ronda de vino, todos parecían alegres, y seguramente lo estaban, habían comprobado que la vida era igual para unos y otros, que las decepciones eran colectivas y eso les daba ánimos. Decidieron más encuentros y esta vez sería en las casas de cada uno. El camarero los invitó a una ronda de chupitos. Cuando se levantaron, el cantautor se dirigió hacia los servicios. En la pared del pasillo, una foto del camarero con otros jóvenes y sus instrumentos: "Los sin ná" decía en la batería. Sacudió la cabeza como para sacarse esa imagen de dentro. Abrió la puerta del lavabo, escuchaba las voces de sus compañeros fuera. Se echó agua en la cara varias veces, se miró al espejo con las gotas resbalándole por las mejillas, echó agua también a la imagen del espejo, y se dispuso a salir para las despedidas.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Cena de Navidad: Ex-alumnos del "García Lorca" (2)



La limpiadora de oficinas se avergonzaba un poco de ello antes de llegar, pensaba que los demás habrían triunfado, esperaba halagos y aspavientos entre ellos, o por lo menos, hacia el que hubiese llegado más lejos, pero ninguno estaba donde pensó. Y a ella le llenaba su trabajo. Por lo menos no estaba en casa limpiando mocos a los niños ni aguantando la falta de tiempo de su marido. Limpiar oficinas no estaba mal. Esas salas vacías a primera hora de la mañana con los ordenadores apagados como miles de ojos negros, esas papeleras llenas de papeles rotos, papeles que ya no eran importantes y que ella vaciaba en la gran bolsa de basura unificadora de todo. Mira al arquitecto; jaulas, eso fabrica, jaulas para pájaros presos. Muy bonitas, sí, el último grito, como edificios de verjas pero con barrotes y puertecitas. También está la médico exótica, muriéndose de asco en el consultorio de los hipocondríacos del barrio. El reportero es poli, pobre. El cantautor, obrero a domicilio y en negro... Sí, ella no estaba tan mal.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Cena de Navidad: Ex-alumnos del "García Lorca" (1)




Esperaba tanto de aquél encuentro, y fue tan denso. De tanto espesor, quedó etérea sobrevolando lo que ocurría a su alrededor sin poder entrar en ello. Todos colocados alrededor de la mesa. Los platos y cubiertos alineados, el mantel con las arrugas todavía de lo nuevo y los comensales, tan viejos ya. Aquellos compañeros de clase que antaño eran niños malos, buenos y regular. Ahora las vidas de cada uno habían girado como las agujas de un reloj pero al revés. Nadie había logrado ser lo que había planeado. Los arquitectos futuros, ahora construían objetos de poca monta. La exploradora limpiaba oficinas por la mañana y su casa por la noche. El reportero escribía poemas entre los informes policiales de turno. El cantautor tenía un grupo de persianeros y albañiles que ejecutaban obras a domicilio y ella, esa futuro médico en el tercer mundo, tratando pacientes indisciplinados del centro de salud del casco viejo de la ciudad.

martes, 13 de diciembre de 2011

Enamoramiento



Dibujó círculos concéntricos, se metió en ellos, giró y giró y llegó a un lugar azul entre niebla cinematográfica, farolas de tenue luz amarilla y colgajos de tela de raso. Espirales de espuma daban vueltas y salpicaban de blanco pequeñas partículas que se adhirieron a su pelo. Las tocó pero se disolvieron entre sus dedos como el aire. El resto de la sala estaba oculta, solo los círculos de las bombillas que en el suelo temblaban. Puso los pies en dos de los círculos, quedó con las piernas abiertas, abrió a su vez los brazos e inclinó la cabeza hacia arriba. De pronto, un haz de luz cubría su cabeza, y también su cuerpo, era como una nave espacial que trataba de examinarlo. No había seres extraños, solo él y las luces, esos haces de luz que le hicieron pensar había sido abducido. Caricias desusadas notó entre sus dedos, seres etéreos que no podía ver pero sentía, salones de baile giraban a su alrededor apagándose y encendiéndose. Danzas de aire y luz, palacios de arena que cambiaban de sitio según el momento como las dunas del desierto. Corrientes internas subían y bajaban por su cuerpo. Se había hecho líquido y por eso ahora, transparente, fluía por ese veinticuatro de noviembre recién estrenado como el día de su nacimiento, y ajeno a todos los noviembres y a todos los veinticuatros, alguien corrió la voz de que un ser líquido esperaba en la sala de los círculos concéntricos. Otros seres se acercaron curiosos desde todas partes, todos aquellos que habían dibujado círculos concéntricos como él y habían entrado en ellos. Fue el momento del reconocimiento, y aunque empezaron a llegar, de uno en uno, de diez en diez, de veinticuatro en veinticuatro, de mil en mil, y de millón en millón. Ella llegó única. Única.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Confesiones...



Descorrieron las cortinas y todo quedó abierto, aquél recinto claustrofóbico dejaba escapar alientos y susurros, confesiones que volcadas en un momento de intimidad, ahora caían con el viento hacia el asfalto. Frases cayendo y estrellándose contra el suelo, contra las fachadas de los edificios de enfrente, arremolinándose en círculos y deshaciéndose entre los rincones. Los objetos de la casa, asustados, intentaban atrapar lo poco que iba quedando. Una lámpara detuvo el elogio que corría tras un insulto y el sofá puso entre sus cojines, escondidos, los disimulos sueltos. Todo menos el silencio. Peatones miraban hacia arriba viendo caer las frases, las esperaban y las recogían; Algunas servían, otras en cambio no, conforme se armaba el significado echaban a correr despavoridos. Cuando las cortinas volvieron a su sitio, las frases quedaron fuera; los rencores continuaban enroscados dentro.

jueves, 11 de agosto de 2011

La mujer que ya no esperaba a nadie




Finalista X Premio Hontanar de Narrativa Breve 2011


Autora: Juana Espín Cánovas

Autor de la portada:Jaume Marco Moncho
Novela corta
Número páginas: 70
PVP: 12€
isbn:978-84-92676-33-0


Sinopsis:


Dejarlo todo y olvidar quién eres, convertirte en alguien que nadie espera. Conocer de cerca el desarraigo, los mensajes bajo las capas inamovibles de lo establecido y la profundidad de corazones solitarios con mucho que decir. Vidas ancladas en el presente cuyo único Futuro habita en el nombre del bar que los unió por primera vez.
Una vendedora de cuentos, un nuevo poeta, un dibujante perplejo por las casualidades, vientos que cobran vida, amistades inesperadas, amores encontrados, sueños en compañía que laten y se deshacen entre las vidas de estos personajes que vagan por arrabales, descampados y mercadillos sin esperar nada, almas que reúnen cuerpos y que darán un giro sorprendente haciendo lo único que saben y quieren hacer: dejarse llevar…






domingo, 3 de abril de 2011

El desahogo


Aquél grupo de turistas bajó del autobús como una serpiente polícroma de cabezas múltiples y parlantes, una torre de babel precipitada al vacío con único sonido común al sobrecogedor paisaje: ¡oh! Un paisaje violado y envuelto en clics de cámaras fotográficas que perdía credibilidad por momentos a los ojos de un hombre sentado sobre una roca, que admiraba feliz la soledad del paraje. Recorrió al hombre una sacudida de desagrado e inquietud. Solitario y misántropo, lo único que lo calmaba era la nada sobre kilómetros de tierra seca, ese amarillo intenso que bajo el sol quebraba la mirada y apretaba las costillas.


No entendía por qué en aquella extensión sin atributos turísticos, ahora se apiñaba esa caterva de seres extravagantes. ¿Qué vendrían a ver?, ¿qué los hacía desplazarse hasta ese lugar donde solo podrían hacerse fotos repetidas?


Vio cómo se encaminaban todos en una misma dirección persiguiendo un paraguas rojo que el guía turístico, vestido como para cruzar el Amazonas, alzaba sobre su cabeza. Los siguió, sentía una enorme curiosidad por ver hacia donde se dirigían los pasos de ese insólito colectivo.


Caminaron varios kilómetros, y a lo lejos tras un pequeño montículo apareció una casa negra hecha de troncos calcinados, al acercarse más podía leerse un cartel sobre la puerta: “Odiero”. No supo el hombre qué pensar, ahora fue un escalofrío lo que recorrió su cuerpo al recordar viejos tiempos, no era posible que... Se acercó al guía que se había detenido para indicar a la gente que se colocase en círculo a su alrededor y antes de que empezara su discurso, con el corazón encogido, el hombre preguntó. ¿Odiero?, perdón, ¿qué significa Odiero?


A eso iba, caballero, a explicarles a to-dos qué es el Odiero. Odiero, dijo con tono resabiado desplazando la vista por cada uno de los espectadores, es el lugar donde la gente peregrina para vaciar sus odios, dicen que todo aquél que prueba quiere volver. Cuando la gente vuelca sus odios alrededor de esta casa y en ese jardín trasero, se vuelven rejuvenecidos a sus países y no solo por dentro sino también por fuera, ya saben, el cuerpo es el espejo del alma. Al enterrar todos sus odios dentro de este terreno que ahora están pisando, desaparecen todos sus males y vuelve la ilusión y curiosidad de la infancia, la felicidad a rendimiento fijo. ¿Nunca había estado aquí?, dijo dirigiéndose al hombre, usted parece del lugar, ¿nadie le había hablado de este sitio? No, dijo el hombre mintiendo, hace mucho que no hablo con nadie, vivo alejado de todo y por eso ya no odio. Pues pruébelo con nosotros, dijo el guía, porque aunque no lo crea, algún odio tendrá, ¿no?, todos los tenemos, es condición humana. Entre conmigo y ayúdeme, dijo entre autoritario y condescendiente, y desapareció tras la puerta.


El hombre lo siguió con escepticismo y un hormigueo antiguo en su interior. Entraron en una especie de solar techado lleno de palas y picos oxidados amontonados en pirámides. El guía se subió a uno de los montones y empezó a lanzarle palas y picos, cuéntelos dijo, necesitamos sesenta y dos para que cada uno tenga herramienta propia.


Cuando el guía confirmó que todo estaba preparado, el grupo se colocó en fila y fueron entrando y saliendo de la casa con una pala en la mano como trofeo. Muy bien, dijo el guía, ahora, que cada uno escoja su espacio para cavar. No hagan agujeros demasiado grandes, es mejor la profundidad, después, túmbense boca abajo, coloquen la boca en el agujero y suelten todos sus odios a las entrañas de la tierra. Si no saben qué odian: insulten, griten, desgañítense, revivan. Después vuelvan a cerrar el boquete para que los odios no escapen. ¿Llevan cada uno la semilla que les entregué?, no olviden dejarla dentro para la comprobación. Se giró hacia el hombre y le dijo. La semilla de cada uno queda junto a los odios enterrada. En estas tierras nunca llueve, que germine cualquier cosa que no sea silvestre es poco menos que imposible, pero si pasado un mes, cuando volvamos, alguno comprueba que donde puso la semilla empieza a crecer vegetación, es que sus odios no han muerto y deberá arrancar las raíces crecidas y cavar otro agujero para repetir la acción hasta que no crezca nada, de lo contrario, los días de viento las ramas de ese follaje producto del odio, susurrarían todo lo enterrado. Encima tienen que volver dentro de un mes, pensó el hombre moviendo negativamente la cabeza, negocio completo, pueden estar volviendo toda su vida, ¿cuánto les habría cobrado por todo esto?


Se pusieron a cavar; el hombre no hacía nada sólo observaba a todos aquellos trapos floreados escupir maldades a la tierra, cada uno en su idioma, él no los entendía pero podía sentir la energía de todas aquellas palabras. Después, se puso manos a la obra y cuando tuvo su agujero hecho gritó dentro: “os odio, os odio a todos los que estáis aquí y a los que volváis y a los futuros, y al jilipollas del guía explorador mucho más; se desgañitó en rabia, pero inmediatamente comprendió que el trasiego de gente iba a ser infinito, así que todas sus semillas germinarían una y otra vez y acabaría poblando aquella tierra de árboles hasta convertirla en un bosque maldito, las ramas con el viento susurrarían odio en muchos kilómetros a la redonda y todo volvería a empezar.


Se le ocurrió una idea, no pondría semilla alguna, el guía le había dado una pero la escondería en su bolsillo y así no crecería nada allí donde él pusiese su odio, pero… ¿y si la tierra se resquebrajaba de nuevo?


El hombre recordó aquel tiempo en que los rencores habían crecido tanto en el pueblo que las autoridades sin encontrar una solución real, decidieron combatir aquello de manera figurada, con imaginación, algo que sirviese para todos por igual. Crearon un espacio para combatirlo. Allí todo el mundo podría ir y depositar todo su odio, eso dijeron, dijeron que al salir de allí, solo se sentiría amor y felicidad.


Lo llamaron El Desahogo. El Desahogo fue colocado en las afueras, junto al parque eólico, una gran cantidad de terreno que permitía hacer excavaciones para meterse dentro y pelearse voluntariamente o gritar o autolesionarse pero con moderación, el caso era soltar todo el odio acumulado en el pueblo y después cerrar la zanja y olvidar todo. Pasó el tiempo y cuando parecía todo solucionado aquellas tierras se resquebrajaron con la falta de lluvia, y las grietas comenzaron a supurar el odio que llevaban dentro y que el movimiento de las aspas de los aerogeneradores expandió en todas direcciones, el viento andaba cargado de odios que sobrevolaban el pueblo y alrededores. Y aquí fue donde el pequeño e inútil poblado en medio de la nada y cubierto de odios, de repente, se hizo famoso. Empezó a llegar gente de todos los lugares: curiosos, turistas, periodistas y fotógrafos, pero el odio no podía fotografiarse ni llevarse guardado en una maleta, ni siquiera anunciarse en primera plana de ningún periódico, solo podía sentirse en el aire, en el susurrar del viento, así que poco a poco llegaron artistas y saltimbanquis, gurús y parapsicólogos, cienciólogos y ecologistas.


Los grandes museos del mundo empezaron a lanzar propuestas monetarias para comprar la idea, en un recinto cerrado daría resultado; contener el odio y encerrarlo era la mayor obra de arte que jamás nadie hubiese logrado, y trasladaron tan gran iniciativa a sus salas. El Desahogo comenzó su andadura y fue reproducido miles de veces en miles de salas huecas e insonorizadas donde la gente escupía sus odios en grandes cubos de plástico preparados al efecto ya que era imposible cavar en el suelo.


Cuando los museos se llevaron el odio del poblado y estuvieron llenos de odio en sí mismos, y los medios de comunicación también, y las vallas publicitarias anunciaban por todas partes los eventos del odio, y todo el mundo conoció y escondió y expandió el odio y el amor a la vez, todo era contradictorio en el pueblo. Había amor y nuevos odios juntos y todo volvió a ser como al principio.


El hombre se había alejado de todo y olvidado aquél asunto para siempre, vivía en la montaña pensando que todo había terminado, pero nada más lejos, porque ahora veía que la historia empezaba de nuevo.

sábado, 27 de marzo de 2010

Cuando la ciudad se vuelve triste y ya no sirven las canciones

Y tendré que empezar a ver de nuevo. A sentir en otras partes. A regenerar tejidos muertos. A regenerar, regenerar…. Se quitó la chaqueta con rabia y la arrojó sobre la cama desecha. El nudo en la garganta, el vidrio en los ojos, el temblor que las lágrimas reprimidas daba a las cosas y que había logrado mantener a raya por el camino desde la última conversación en el bar hasta su casa; dolor retenido y a la vez arrastrado por las calles como si llevara un hilo atado al pie con latas y cascabeles llamando la atención, dolor acumulativo atrapando cada detalle que la devuelve al anonimato, ser de nuevo una más entre la gente, una más en la ciudad que hace una hora era la mejor ciudad del mundo. Ahora, una hora después, privada de la condición de ser un ser especial que él le había otorgado y arrebatado con la misma rapidez, volvía a ser una más entre la gente. Una más. Una mujer sola que lee un periódico tras los cristales de un bar, un árbol recién podado con todo su verdor esparcido por el suelo, una sierra eléctrica que arremete espantada contra una nueva rama, un hombre de azul que sostiene la sierra donde quisiera sostener una manguera, un grupo de inmigrantes con sus países colgando en la ropa haciendo cola para una comida gratis, una barrendera que arrastra un carro de basura donde quiere arrastrar el de un bebé, un camarero extranjero que no entiende lo que le piden, un periquito escapado de una jaula perdido entre las piernas de la gente, un vendedor de flores aburrido de no vender que fuma y apaga el cigarro en una de sus flores repantigado en un portal, una china regando sus macetas todo a un euro en la puerta de su tienda, un abuelo atrapado en la calzada entre dos semáforos en ámbar, un borracho que habla solo sentado en un banco frente a un cajero, una vecina que la mira girándose para saludarla sin obtener respuesta. Una más. Eso es lo que era ahora. El nudo en la garganta, la mujer del periódico, el árbol podado, la sierra, el hombre de azul, la cola de inmigrantes, la barrendera, el camarero, el periquito, el vendedor de flores, la china, el abuelo, la vecina… todo le estalló entre la boca del estómago y el pecho, ese conjunto atrapado en un espacio tan pequeño reventó en un géiser de vómito, en un volcán de dolor que chocaba contra el suelo su lava caliente y le salpicaba la cara, y sin capacidad de reacción se sentó a llorar con la cabeza entre las piernas para no pisar sus propias vísceras. Las lágrimas y las babas iban cayendo en el triángulo formado entre sus muslos y la cama, una mancha oscura que crecía en cerco hacia donde mirase. Acercó un dedo y tocó el edredón mojado que cedió en un pequeño hoyo. Pensó en acertar con la siguiente lágrima o hilito de saliva en ese hueco y eso la hizo sonreír y después reír abiertamente, ahora reía con la cabeza levantada hacia arriba como una loca actriz de teatro, escuchándose, forzando las bocanadas que subían de los abdominales a la cabeza, las carcajadas pesaban y se dejó caer hacia atrás hasta quedar tumbada. El techo también tenía zonas oscurecidas alrededor de la lámpara, manchas de agua caída muchas veces sobre el mismo sitio hasta que expandida había dejado cerco. Qué sucio estaba, todo un borde negro que no había visto hasta ahora. Era como la vida que había inventado con él, un cerco negro que no había visto hasta ahora. Yo, mujer independiente, a Dios pongo por testigo, que no volveré a ser imbécil. Se puso de pie de un salto, ese bajón le había dado subidón, esa miseria acumulada en menos de una hora ahora estaba derramada en el suelo y en una esquina del edredón. Fue a la cocina, cogió el fregasuelos y el cubo. Puso el iPod en los altavoces, seleccionó una canción al azar con los ojos cerrados a ver cuál le tocaba en suerte y con los primeros acordes supo que no escaparía tan fácilmente del dolor y de su recién estrenado anonimato entre la gente, esa canción no podía ser una casualidad sino una señal, una mala señal, la convalecencia sería larga y llena de canciones ahora tristes que no podría escuchar durante mucho tiempo.

domingo, 24 de enero de 2010

Reducción al absurdo


Un hombre sencillo emigrado de un pueblo pequeño y perdido para siempre en una gran ciudad asiste a su propio sepelio de cuerpo presente. Un cuerpo sin alma metido en una caja, rodeado de flores, en medio de una ceremonia para él ya sin sentido y como sacada del "pueblo de los malditos". Todos los miembros de la gran familia, personas iguales de distintas edades como un truco de fotoshop, una misma cara aplicada a distintos cuerpos y peinados. Ciencia ficción, hubiese dicho el hombre si le hubieran enseñado su futuro por un agujerito cuando salió de su pueblo natal. Once hijos de su primera hija, cinco hermanos con otros tantos, los casi cincuenta hijos de hijos ya con otros hijos, caras infinitamente repetidas y reproducidas entre cánticos marianos, rascar de guitarras, colas de desconocidos esperando comunión y ecos de iglesia de barrio, de homilía de fue un buen hombre, de cura revenido venido a menos... de lutos, de oscuridad, de rellenar el último hueco vacío que espera, de reducción al absurdo...

miércoles, 6 de enero de 2010

Un rey mago muy especial...


Le había tocado guardia precisamente aquella noche. Aquella noche en que por unos segundos fue de nuevo Rey Mago. Al apagarse la luz de una ventana en una calle a oscuras, de regreso a casa, recordó su primera vez. Aquella otra noche en que apagó la habitación 101. Esa habitación donde su abuelo ocupaba una cama que no era la suya. Desde la ventana oscura de esa habitación de hospital observó las luces encendidas de los edificios de enfrente mientras desconectaba uno a uno los cables del respirador artificial.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Otro año pasa...


Y del otro lado comprueba que todo es triste también. Sobre su cabeza vuelan las sombras conscientes de fantasmas ahora duplicados en ambas orillas. Un año más no le quedará otra que sentarse tranquilamente sobre la roca de su castigo y sacarse de nuevo la espina que volverá a clavarse una y otra vez mientras busca en su interior la voz del poeta perdido.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Dialogando laberintos


Y en la próxima luna llena,
laberintos. plenilunio.
desentumeciendo voces, desperezando palabras,
dialogando laberintos
en esquinas, rincones, recovecos,
en la próxima luna llena, plenilunio.
evocando otras lunas, masticando palabras,
disfrutando el momento,

el pasado, el futuro,
laberintos en plenilunio,

en la próxima luna llena,
plenitud.

martes, 6 de octubre de 2009

Postales trucadas



Bosque urbano invadido por la niebla. Debajo árboles, gente, animales, vida. La bruma lo emborrona todo y avances hacia donde avances todas las cosas se parecen a otras, todos los lugares existen en otros. En Polonia recuerdas Moscú sin haber estado allí. En Buenos Aires ves París o Madrid o Barcelona. En Londres, Berlín. En Alejandría, Tánger. En Patagonia, el oeste americano de western, las películas de vaqueros de las sobremesas de tu infancia, y en esa infancia un primer amor que quedó atrapado en el halo de una niebla, en la bruma de una ciudad sin nombre, rugiendo en el aire con ese sentimiento de la primera vez que algo muerde por dentro, que un esparadrapo amordaza la boca, que una gran venda estrangula tu cuerpo, que de tu cuerpo emerge uno más grande a cada paso y te asustas hasta que entiendes que es tu sombra proyectada contra tus muros en el centro de un infinito mediodía, y en cada zancada se hace más grande, y a la vuelta de una esquina más pequeña, y de repente encuentras un rincón perdido y la sombra desaparece. Y si te quedas ahí y no te mueves vuelves a ser tú y te pareces a otros que pasean por Moscú en Polonia, por Buenos Aires en Barcelona, por Londres en Berlín, por Alejandría en Tánger, y se baten en duelo a muerte por cualquier cosa en cualquier estancia de la lejana Patagonia.

jueves, 13 de agosto de 2009

Recuerdos inventados


La vendedora de recuerdos carecía de ellos. Los había extirpado al salir de su país y con los inventados ahora se ganaba la vida.

martes, 11 de agosto de 2009

Yangón, ciudad silenciada


"Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano eternamente. (…) Sin embargo, las patrullas eran lo de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Policía del Pensamiento. (...) Esta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no conocer que se había realizado un acto de autosugestión".
1984, George Orwell

Cuando el extranjero sobrevoló y aterrizó en Yangón pensó que aquello no parecía una ciudad, y que aquella no ciudad parecía no pertenecer tampoco a ningún país en concreto. Desde el pequeño aeropuerto refugiado en medio de la selva con policías menudos de guerrera grande, y empleados uniformados para la ocasión, hasta los taxistas y autobuses de la Terminal, todo parecía de juguete. Los lugareños apostados en la puerta a la espera de clientes, eran pequeños Mowglis de enorme sonrisa ataviados con falda a modo de pareo (longy) y chanclas de colores. Inmediatamente lo rodearon peleando por ofrecerle sus servicios. Se preguntó qué habría detrás de todo aquél decorado exótico que invitaba directamente a la aventura y el descubrimiento. No quería dejarse engañar por las apariencias, ni quedarse en la superficie de lo que estaba viendo. Sabía que se trataba de un lugar boicoteado internacionalmente, que había tenido que volar porque las fronteras terrestres estaban desaconsejadas, que había tramitado un visado con la profesión falseada, y que era un país al que sólo con pronunciar su nombre ya se abría un debate político: ¿Myanmar o Birmania?, ¿Yangón o Rangún?... Con estas cavilaciones subió en uno de aquellos coches desvencijados y se dejó atrapar por el paisaje.

Al entrar en la ciudad, quedó fascinado. Como destapados de una gran cacerola al fuego, un hervidero humano de cinco millones de habitantes bullía alrededor de una gran stupa de oro abarrotando todas sus arterias. Carritos de víveres, tenderetes, autobuses y camiones arracimados de personas recorrían las calles como ascensores horizontales de un edificio interminable sin aparentar dirigirse a ninguna parte; balcones y ventanas rebosantes de ropa, caras curiosas asomando entre edificios coloniales que parecían no pertenecerles; cuchitriles amontonados de gremios artesanos; talleres, motores, interruptores, ruedas; griterío de mercado, rugidos mecánicos, tac-tac de máquinas de escribir; minaretes de mezquitas, stupas budistas, templos hindúes, pagodas, iglesias cristianas, sinagogas y centros comerciales de nombre occidental. Parecía que hubiesen colocado los edificios primero y a los hombres después. Maquetas fijas por un lado, y personajes sueltos por otro.

Mordida, despellejada, salpicada de vegetación en cada baldosa, grieta, o descascarillado. Madriguera, hormiguero de infrapobreza en sus afueras, y calor humano por todas partes. Así apareció ante los ojos del extranjero, Yangón, o Rangún, o como quisieran llamarle unos y otros. El caso es que bajo esa intensidad destartalada y desconcertante, se escondía un cóctel de innumerables ciudades encerradas en una sola. Y por encima de todo ese caos, Buda presidiéndolo todo desde sus capas de oro: acostado, sentado, levantado, duplicado, multiplicado. Y por debajo, invisible a los visitantes: detenciones, tortura, desapariciones, crímenes y represión marcial. Secretos y miedos confesados a media voz por ciudadanos asustados. Un gran hermano apenas perceptible pero presente y omnipresente en cada esquina, en cada vigilante camuflado, en cada mirada esquiva escondida tras una amplia sonrisa. Sí, el aislamiento de la ciudad y del país al exterior hablaba aquí por sí mismo en rumores acallados de taxi, bar o vivienda particular. Un régimen político de dictadura militar, y por lo tanto, de habitantes espiados, castigados, vejados y humillados, rompía la magia de esa ciudad que se podía amar u odiar, o las dos cosas a la vez, pero por la que era imposible pasar con indiferencia. Una ciudad que se movía en tres dimensiones inseparables: La espiritual: donde era imposible dar un paso sin cruzarse con alguno de los innumerables monjes budistas, toparse con un conjunto de templos sagrados, ricos e impecables, o descubrir el lugar más inverosímil de culto improvisado. La urbana: plagada de rutinas de paupérrima supervivencia y coexistencia étnica. Y finalmente, la sometida: de ciudadanos sin pasaporte, canal oficial de noticias manipuladas, canciones y espectáculos prohibidos, cibercafés clandestinos, destierros por trabajos forzados y arresto domiciliario de la figura más representativa de la voz del pueblo, elegida por mayoría en las elecciones y Nóbel de la Paz, Aung San Suu Kyi . En definitiva, una ciudad silenciada y acallada a base de intereses económicos nacionales e internacionales como tantas otras de ese tercer mundo, mudo todavía.


Publicado originalmente en la revista bifurcaciones [online]. núm. 9. World Wide Web document, URL: . ISSN 0718-1132







jueves, 30 de julio de 2009

A preguntas tontas...



Le preguntaron qué llevaría a una isla desierta. Pues... "Toda la ciudad para mí solo".

martes, 28 de julio de 2009

Test de Roschard en la M-30

“Cuatro carriles a mi disposición. Soy el rey. El señor de las carreteras”, -dice con euforia-. Y yo, con los sentidos vibrando a flor de piel miro al horizonte para no mirarlo a él. Hace tiempo que no soporto esa felicidad suya. Golpetea rítmicamente con la palma de la mano el borde de la ventanilla que abre sin preguntarme, dice que para sentir con más intensidad el éxtasis. Patético. Si supiera que por mucho aire que corra yo ya no puedo respirar. La velocidad del viento aumenta, mi rabia también. El pelo me azota la cara y la presión arterial me late en las sienes. Clava el pie en el acelerador y chilla despeinado y satisfecho desde su trono: “cumplidas una vez más las obligaciones de hijo pródigo, con ésta ya estamos arreglaos hasta el mes que viene”, y suelta una carcajada de hiena echando la cabeza hacia atrás. Le veo los empastes. Él sí que está arreglao pero a pedazos, ¡pedazo de Frankenstein!, ahí, con los brazos estirados más largos que las piernas apretando el volante y recostado en el asiento, aferrado con fuerza a los radiales de un círculo que dice le conduce a todas partes, que lo libera de todo. ¡Yo si quisiera liberarme de todo! ¡Ah! ¡Vuelta a casa!

Estamos a punto de entrar de nuevo en la ciudad, pero... ¿Qué pasa?... Todas las entradas cerradas. Carteles de desvío reconduciéndonos de una salida a otra, de una carretera a otra. Se desconcierta. Ya no es el rey. Ahora es un vasallo asustado en un laberinto sin salida. Más de una hora dando vueltas sin llegar a ninguna parte. ¿Qué ha pasado con el señor de las carreteras?, pregunto y río sin piedad. De un volantazo se desvía al andén y frena en seco. La hiena ya no ríe. Mira con ojos de animal herido y furioso. No dice nada. Sólo me mira con el odio transformado en desprecio, abre la puerta, da la vuelta por delante del coche hacia mi puerta. Me asusto. No sé lo que va a hacer. Se coloca de espaldas a mí y por sus movimientos intuyo que está sacando su pene, ese pene de mierda que ya no deseo. El charco en el suelo confirma. Está meando. Espero alerta su próxima reacción. Da la vuelta de nuevo pero esta vez por detrás del coche, una maniobra que no entiendo. Abre el capó, saca algo, lo imagino con un hierro en la mano golpeando la ventanilla y sacándome del pelo. No sé por qué pienso esto, nunca me ha hecho nada aunque a veces lo preferiría a sus miradas. Miradas que cree me imponen pero sólo me llenan de asco. Vuelve. Lleva agua en la mano. Me ofrece y me dice que callada estoy más guapa. Sube de nuevo, acelera y unos kilómetros más adelante se decide al azar por una de las improvisadas fronteras. “Necesito llegar. Descansar. Tengo que entrar como sea”, dice desesperado y cabreado. “El camino está despejado pero no se puede pasar, y no puedo comprender qué ocurre”, se dice a sí mismo, yo ya no le escucho. Dos policías nos hacen el alto. Él se acerca más. Para junto a ellos. Le advierten que no puede continuar, que por seguridad se han cerrado los accesos a la ciudad hasta nuevo aviso. Advierten seguridad para dar miedo, pero él no se arruga. Insiste. Pide más explicaciones. Negativo. Repetición de la jugada. Ahora suplica una excepción, no lo consigue y golpea la chapa del coche con impotencia y teatro. Se hace un silencio que ocupa otro espacio junto al nuestro. Incomodidad. Los policías miran callados y quietos. Él tampoco habla. Les lanza una de sus miradas estúpidas. Ya no hay palabras. Lo que había que decir por ambas partes ya está dicho, cada uno por dentro en su repetida postura; ellos impidiéndonos entrar, él, porque yo no cuento, intentando provocar una respuesta contraria. Silencio. Volvemos al coche. Se mira el reloj para controlar un tiempo que ya carece de sentido. Hace una hora era el rey de la carretera. Ahora no importa lo que diga ni como mire. Callo. Callan. Calla. Todos esperamos lo mismo pero desde posiciones opuestas: que alguien desista. Él asume nuestra posición por los dos, como siempre. Desiste. “No voy a pasar y ya está. Me doy por vencido”. Aparca el coche en la cuneta, deja su puerta abierta, da la vuelta y abre la mía. Sal, me dice. Salgo. Enciende la radio a todo volumen. Vuelve al capó y saca las morcillas, los chorizos y el pan del pueblo que siempre se trae para llenar la despensa hasta la próxima. Saca una toalla, la extiende en el suelo frente a los sorprendidos policías. Se sienta y coloca todas las cosas encima. Me llama. “Vamos a merendar”, dice, “siéntate conmigo, cariño”. Me sorprende esa amabilidad repentina pero la situación empieza a ser divertida. Unos minutos. Los policías nos hacen señales con la mano para que nos levantemos. Háganse a un lado, grita el más bajito. Otro coche se acerca reduciendo la velocidad sin entender qué pasa. Otro al que le van a quitar su reino, pienso. Aparca detrás de nosotros, son cuatro reyes los destronados. Tan desconcertados como nosotros se ríen nerviosos ante nuestra absurda protesta sentados allí en medio de la carretera rodeados de morcillas y chorizos. En un primer momento no saben qué hacer, después piden permiso para sentarse a nuestro lado. Lo tomamos como una actitud solidaria y los invitamos a la ilógica merienda. Ellos nos ofrecen cerveza. Sacan una nevera del coche y comienzan a repartir botes. Los policías hacen ademán de protesta otra vez, pero aparece otro coche, y otro coche más, y luego otro, y otro hasta que el número de gente es tan denso que los policías hacen la vista gorda. Están tan desconcertados como nosotros. Nos dan la espalda y se desentienden del tema. De repente empieza un cachondeo imprevisto contra ellos. Eh!, grita uno: “unas morcillitas, jefe”. Carcajadas. “Unas birras para los polis, hay no, que están de servicio”, grita otro. Carcajadas de nuevo. El poli bajito comienza a ponerse nervioso, deja caer el peso de una pierna sobre la otra mirando a su compañero. El otro es más alto y robusto, no hace nada, se limita a ofrecernos una espalda cuadrada y rígida bajo dos piernas abiertas en uve invertida por las que se ve la otra parte de la frontera que nos está prohibida. De vez en cuando se toca la porra y acaricia la funda de la pistola como una especie de advertencia.

Anochece. Las meriendas se han convertido en cenas, las bebidas en borrachera, y las radios de los vehículos sincronizadas en una fiesta. Una rave improvisada. La gente ya no recuerda porque está allí, sólo disfruta y yo entre ellos pensando que ojalá se detenga el tiempo y no entremos nunca. Los rostros de los casualmente concentrados allí ya no se distinguen. Sólo las voces ejercen el papel de cuerpo prestado a una silueta de hombre o mujer si estás cerca, de mancha gigantesca si te alejas, un inmenso test de Roschard sobre una M-30 abarrotada, un dibujo desparramado de sombras en una caravana extraña y desordenada.

Amanece. Y con la claridad del día todos sienten satisfacción por salir de la masa humana y recuperar de nuevo su aspecto de persona distinta e inconfundible y sus deseos de volver a casa. Todos menos yo.

lunes, 27 de julio de 2009

Un día en la playa

Hay días que uno por muy urbano que sea necesita de lo verde, entendiendo por lo verde, cualquier cosa fuera de la ciudad que no sea otra ciudad; levantarse con un pensamiento insólito de gorjeos de campo, penumbra de árboles mecidos por el viento o una arena blanda donde los pies desnudos reciban el contacto directo con la tierra. Y él, Don tal y cual, apodado así por abusar compulsivamente de este término, tenía uno de esos días. No lo pensó dos veces. Porque para Don tal y cual la playa quedaba tan lejos de su casa que pensarlo dos veces significaba renunciar. Sin coche, pues Don tal y cual no se atrevería jamás a coger el de la empresa fuera de horas de trabajo, lo mínimo que tenía hasta lo verde más cercano era una hora de autobús, un número de paradas infinitas, y una gran dosis de paciencia si pensaba en el regreso en que invertiría el proceso pero rebozado en arena y sal. Así que sin pensarlo dos veces, ni pensar en nada más que en lo verde, Don tal y cual, dirigido por ese mágico espejismo de palmeras paradisíacas y aire con brisa de mar que se le antojaba cada vez que pensaba en lo verde, se dejó arrastrar con resignación hacia la parada de autobús más cercana con una camiseta vieja, un pantalón corto, chanclas playeras, y una toalla enroscada bajo el brazo envolviendo el bañador y el libro de “Los hombres que no amaban a las mujeres” que recientemente le había regalado su mujer y que él había interpretado inmediatamente como un mensaje subliminal. Hacía tiempo que ya no se comunicaban de otra forma, sólo a través de códigos que a primera vista parecían inofensivos, claves secretas que sólo ellos entendían en su particular yincana de equipos contrarios; aunque, en este caso, ese título evidente del libro abría un nuevo espacio de claridad entre ellos hasta ahora inexplorado.

Don tal y cual, con su toalla enroscada bajo el brazo ocultando el bañador y su best-seller con el que algo quería decirle su mujer, buscó desesperadamente con la mirada un rinconcito, un recoveco bajo una palmera no demasiado alejada de la orilla del mar donde concentrarse a leer tranquilo y poder mojarse de vez en cuando la calva, esa vergonzosa parte de su cuero cabelludo que declarada en huelga había expulsado todo pelo esquirol logrando quedarse desierta en varios centímetros a la redonda como una miserable isla de nada, una coronilla que en cuanto se descuidaba y olvidaba la gorra en un día como éste adquiría un rojo intenso, brillante y aterciopelado difícil de ocultar aún cruzando estratégicamente a ambos lados el pelo blanco, largo y desgreñado de sus todavía poblados parietales. Pero fue imposible, por más que alargaba el cuello intentando captar alguna palmera frondosa, verde y libre, todas estaban ocupadas. Decidió entonces prescindir de lo verde y adentrarse lo más cerca de lo azul, lo azul sustituiría el frescor de lo verde; extendería la toalla en la arena o la colocaría sobre una de las hamacas desperdigadas a ambos lados de la pasarela de madera que lo había conducido a la orilla; esas hamacas regentadas por individuos de aspecto mafioso -vestidos de blanco: con riñonera blanca, gorra blanca, camiseta de tirantes blanca y un moreno discontinuo de franjas blancas- que apostados a la sombra de palmeras artificiales y fumando un cigarro tras otro perseguían con la mirada futuros clientes comodones como él. Los hamaqueros estaban allí sentados, al acecho, conversando como podían con esos otros personajes, nuevos para él, que no recordaba haber visto la última vez que necesitó de lo verde: las asiáticas, esas mujeres de ojos que miraban en horizontal a través de rendijas distantes y solitarias, y que cada cierto tiempo merodeaban a los bañistas para ofrecerles en su castellano plagado de eles, masajes reparadores, “¿quiele masaje bueno?, ¿quiele relajal tú? Con sus sombreros de paja, sus pantalones anchos, su camisa amplia y su lenguaje de vocales lleno de subidas y bajadas dejaban boquiabiertos a los hamaqueros de blanco cada vez que se sentaban con ellos a chamar cigarrillos negros. A Don tal y cual le hacía risa cómo hablaban entre sí hamaqueros y masajistas. Hablaban y hablaban inventando palabras con las que parecían entenderse, y lo hacían tan fuerte, que Don tal y cual pensó que junto a ellos sería incapaz de concentrarse en la lectura de esos mensajes secretos que su mujer quería hacerle llegar a través del libro. Se decidió por la arena a pesar de estar plagada de bultos y ondulaciones de ruedas de vehículos de limpieza y vigilancia, y no parecer cómoda en absoluto. Extendió por fin la toalla en la arena después de habérsela enrollado sobre la cintura y con ciertos desequilibrios haberse quitado el pantalón y colocado el bañador en su lugar. Había Don tal y cual extendido la toalla en dirección al sol, dispuesto su ropa bien doblada en el mismo centro para hacer de almohadón y había abierto su libro por la señal del separador colocada en una página al azar, aún no lo había empezado, y había leído también al azar paseando la vista por curiosidad en esa misma página una frase: “… simplemente es uno más de esos cabrones que siempre han odiado a las mujeres”, pues sí que empezamos bien, pensó. Por el rabillo del ojo, sin poder evitarlo, observaba un poco más allá del horizonte de la toalla a un grupo de mujeres ya de cierta edad, con sus risas y bañadores estrepitosos apretando esas mollas incontrolables sobresaliendo por todas partes cuando quedaban atrapadas en las costuras de sus extremidades, que con esos volúmenes de tronco, parecían mucho más delgadas. Coleópteros humanos, pensó, aquellas mujeres revoloteaban unas alrededor de otras frotando sus patitas de mosca, chirriando un debate de cotilleos y reflexiones absurdas que lo sacaban de quicio, chirriando actualidades de vidas ajenas e inalcanzables de mundillo rosa. Reinició la lectura varias veces, esta vez por la primera página, intentando prescindir de esos alrededores que ya nada tenían que ver con lo verde que había imaginado al salir de su casa, y cuando ya casi lo había conseguido, una nube de mariquitas enanas con caparazones rojos como su coronilla y pequeñas alas color naranja chocaron contra él. Eran choques opacos, con una contundencia dura; aunque él moviese con rapidez la parte del cuerpo en la que ellas se estrellaban, las mariquitas no se movían, se quedaban ahí quietas, torpes, como esperándose unas a otras. Don tal y cual se desprendía de ellas a base de casquilotes, lanzándolas lejos, panza arriba, aunque tras remover locamente sus patas con un aleteo conseguían darse la vuelta y emprender de nuevo su vuelo suicida. Al principio sólo era molesto, pero después era insoportable, y la rabia subía por Don tal y cual poco a poco hasta llegarle al cerebro con instintos asesinos. Ya no le bastaba con apartarlas a manotazos sino que deseaba rotundamente acabar con ellas. Logró derribar unas cuantas y en su pataleo bocarriba de mariquitas desesperadas echaba Don tal y cual gustosamente un puñado de arena con el pie sobre ellas y después las enterraba con el talón hasta asegurarse de una muerte definitiva. Aún así, alguna que otra volvía a salir del alud y a embestir contra él. Era imposible leer o concentrarse en nada aquella tarde de mierda que ni era de lo verde ni de nada.

Se habían instalado en él las mariquitas y ahora, ya de pie, era todo un cuerpo rojo, una coronilla extendida por toda la piel llena de motas negras. Un hombre rojo sobre una tarde verde. ¿Sería él realmente un hombre de los que no amaban a las mujeres?, fue su último pensamiento.