Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

martes, 28 de julio de 2009

Test de Roschard en la M-30

“Cuatro carriles a mi disposición. Soy el rey. El señor de las carreteras”, -dice con euforia-. Y yo, con los sentidos vibrando a flor de piel miro al horizonte para no mirarlo a él. Hace tiempo que no soporto esa felicidad suya. Golpetea rítmicamente con la palma de la mano el borde de la ventanilla que abre sin preguntarme, dice que para sentir con más intensidad el éxtasis. Patético. Si supiera que por mucho aire que corra yo ya no puedo respirar. La velocidad del viento aumenta, mi rabia también. El pelo me azota la cara y la presión arterial me late en las sienes. Clava el pie en el acelerador y chilla despeinado y satisfecho desde su trono: “cumplidas una vez más las obligaciones de hijo pródigo, con ésta ya estamos arreglaos hasta el mes que viene”, y suelta una carcajada de hiena echando la cabeza hacia atrás. Le veo los empastes. Él sí que está arreglao pero a pedazos, ¡pedazo de Frankenstein!, ahí, con los brazos estirados más largos que las piernas apretando el volante y recostado en el asiento, aferrado con fuerza a los radiales de un círculo que dice le conduce a todas partes, que lo libera de todo. ¡Yo si quisiera liberarme de todo! ¡Ah! ¡Vuelta a casa!

Estamos a punto de entrar de nuevo en la ciudad, pero... ¿Qué pasa?... Todas las entradas cerradas. Carteles de desvío reconduciéndonos de una salida a otra, de una carretera a otra. Se desconcierta. Ya no es el rey. Ahora es un vasallo asustado en un laberinto sin salida. Más de una hora dando vueltas sin llegar a ninguna parte. ¿Qué ha pasado con el señor de las carreteras?, pregunto y río sin piedad. De un volantazo se desvía al andén y frena en seco. La hiena ya no ríe. Mira con ojos de animal herido y furioso. No dice nada. Sólo me mira con el odio transformado en desprecio, abre la puerta, da la vuelta por delante del coche hacia mi puerta. Me asusto. No sé lo que va a hacer. Se coloca de espaldas a mí y por sus movimientos intuyo que está sacando su pene, ese pene de mierda que ya no deseo. El charco en el suelo confirma. Está meando. Espero alerta su próxima reacción. Da la vuelta de nuevo pero esta vez por detrás del coche, una maniobra que no entiendo. Abre el capó, saca algo, lo imagino con un hierro en la mano golpeando la ventanilla y sacándome del pelo. No sé por qué pienso esto, nunca me ha hecho nada aunque a veces lo preferiría a sus miradas. Miradas que cree me imponen pero sólo me llenan de asco. Vuelve. Lleva agua en la mano. Me ofrece y me dice que callada estoy más guapa. Sube de nuevo, acelera y unos kilómetros más adelante se decide al azar por una de las improvisadas fronteras. “Necesito llegar. Descansar. Tengo que entrar como sea”, dice desesperado y cabreado. “El camino está despejado pero no se puede pasar, y no puedo comprender qué ocurre”, se dice a sí mismo, yo ya no le escucho. Dos policías nos hacen el alto. Él se acerca más. Para junto a ellos. Le advierten que no puede continuar, que por seguridad se han cerrado los accesos a la ciudad hasta nuevo aviso. Advierten seguridad para dar miedo, pero él no se arruga. Insiste. Pide más explicaciones. Negativo. Repetición de la jugada. Ahora suplica una excepción, no lo consigue y golpea la chapa del coche con impotencia y teatro. Se hace un silencio que ocupa otro espacio junto al nuestro. Incomodidad. Los policías miran callados y quietos. Él tampoco habla. Les lanza una de sus miradas estúpidas. Ya no hay palabras. Lo que había que decir por ambas partes ya está dicho, cada uno por dentro en su repetida postura; ellos impidiéndonos entrar, él, porque yo no cuento, intentando provocar una respuesta contraria. Silencio. Volvemos al coche. Se mira el reloj para controlar un tiempo que ya carece de sentido. Hace una hora era el rey de la carretera. Ahora no importa lo que diga ni como mire. Callo. Callan. Calla. Todos esperamos lo mismo pero desde posiciones opuestas: que alguien desista. Él asume nuestra posición por los dos, como siempre. Desiste. “No voy a pasar y ya está. Me doy por vencido”. Aparca el coche en la cuneta, deja su puerta abierta, da la vuelta y abre la mía. Sal, me dice. Salgo. Enciende la radio a todo volumen. Vuelve al capó y saca las morcillas, los chorizos y el pan del pueblo que siempre se trae para llenar la despensa hasta la próxima. Saca una toalla, la extiende en el suelo frente a los sorprendidos policías. Se sienta y coloca todas las cosas encima. Me llama. “Vamos a merendar”, dice, “siéntate conmigo, cariño”. Me sorprende esa amabilidad repentina pero la situación empieza a ser divertida. Unos minutos. Los policías nos hacen señales con la mano para que nos levantemos. Háganse a un lado, grita el más bajito. Otro coche se acerca reduciendo la velocidad sin entender qué pasa. Otro al que le van a quitar su reino, pienso. Aparca detrás de nosotros, son cuatro reyes los destronados. Tan desconcertados como nosotros se ríen nerviosos ante nuestra absurda protesta sentados allí en medio de la carretera rodeados de morcillas y chorizos. En un primer momento no saben qué hacer, después piden permiso para sentarse a nuestro lado. Lo tomamos como una actitud solidaria y los invitamos a la ilógica merienda. Ellos nos ofrecen cerveza. Sacan una nevera del coche y comienzan a repartir botes. Los policías hacen ademán de protesta otra vez, pero aparece otro coche, y otro coche más, y luego otro, y otro hasta que el número de gente es tan denso que los policías hacen la vista gorda. Están tan desconcertados como nosotros. Nos dan la espalda y se desentienden del tema. De repente empieza un cachondeo imprevisto contra ellos. Eh!, grita uno: “unas morcillitas, jefe”. Carcajadas. “Unas birras para los polis, hay no, que están de servicio”, grita otro. Carcajadas de nuevo. El poli bajito comienza a ponerse nervioso, deja caer el peso de una pierna sobre la otra mirando a su compañero. El otro es más alto y robusto, no hace nada, se limita a ofrecernos una espalda cuadrada y rígida bajo dos piernas abiertas en uve invertida por las que se ve la otra parte de la frontera que nos está prohibida. De vez en cuando se toca la porra y acaricia la funda de la pistola como una especie de advertencia.

Anochece. Las meriendas se han convertido en cenas, las bebidas en borrachera, y las radios de los vehículos sincronizadas en una fiesta. Una rave improvisada. La gente ya no recuerda porque está allí, sólo disfruta y yo entre ellos pensando que ojalá se detenga el tiempo y no entremos nunca. Los rostros de los casualmente concentrados allí ya no se distinguen. Sólo las voces ejercen el papel de cuerpo prestado a una silueta de hombre o mujer si estás cerca, de mancha gigantesca si te alejas, un inmenso test de Roschard sobre una M-30 abarrotada, un dibujo desparramado de sombras en una caravana extraña y desordenada.

Amanece. Y con la claridad del día todos sienten satisfacción por salir de la masa humana y recuperar de nuevo su aspecto de persona distinta e inconfundible y sus deseos de volver a casa. Todos menos yo.

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