Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

viernes, 16 de marzo de 2012

Cierra la puerta y siéntate

Cierra la puerta y siéntate. ¿Por qué? Porque lo digo yo. Hablemos. No. Por favor. Bueno, tú dirás. Se sentó enfrente. Una mesa de cristal fría, transparente, sus pies y los míos debajo. Él, unos mocasines como nuevos, lustrosos, negros, sonrientes bajo unos calcetines blancos, un trozo de pantorrilla peluda y el borde de un pantalón de lino. Los míos, unos pies desnudos sobre unas sandalias de tiritas. Las uñas sin pintar, las del dedo gordo como dos grúas levantadas, feas, duras. Cuatro pies enfrentados. Dos cabezas también pero arriba, como dos minaretes pidiendo oración, aunque en distintos idiomas. Él tocando campanas, repicando a réquiem por un muerto. Yo con la cantinela del turbante, de rodillas y con el culo mirando a la meca, con tantos agujeros por dentro y por fuera como el mantel de ganchillo de mi abuela donde sobre la mesa camilla depositaba su rosario tras murmurar los mil pasos de las mil bolitas. Él me miró. Yo lo miré, sabía yo que iba a ser sacrificada, él también. Había que dar ejemplo de rectitud y yo era menos recta que una carretera de montaña con los papeles sobre mi mesa acumulándose férreos a la espera de una solución que él no me daba. No podía tramitar aquello dando prioridades que él ordenaba con sonsonete de minarete, con esa retahíla de pon primero a éste y después a aquél. Yo quería ser justa, ¿existía esa justicia que yo imaginaba donde el primero es el primero y el último también? Prioridades. Prioridades decía él al acercarse a mi mesa. Ya está me dije yo. Ni el primero ni el último, ninguno. ¿Hay cosa más justa? Todo es ambivalente y mi trabajo también. Me dediqué a merodear por otras mesas con la máscara de traidor, pero no de traición sino de traer, de trasladar los papeles de aquí para allá con tal de no seguir su criterio. Ahora, después de mirarnos fijamente nos quedamos sin luz, se había hecho de noche, es lo que tiene esa línea entre las seis y las siete de la tarde en otoño. La habitación se ha quedado a oscuras, una oscuridad que parte el alma porque sé que va a despedirme, pero se va a hacer la luz en mí, pues aunque duela es lo mejor. Mi cuerpo reacciona, por fin está despertando. Despierto. Doy una patada sin querer y escucho el silencio de los demás despachos vacíos. Ahora la patada es intencionada, descruzo las piernas y digo perdón. Mis uñas grúa han ido directo a su espinilla. Él no dice nada. Silencio. El silencio lo dice todo.