Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

martes, 26 de mayo de 2009

A Benedetti


Tuvo una soledad tan concurrida. Lanzó su botella al mar. Hizo un cálculo de probabilidades, poemas como única variable, como contraofensiva, como un cuestionario no tradicional, como una batalla perdida o un grafiti sin muro todavía. Mirando a la luna hizo con ella un trato, un memorándum de compromiso. No te salves, pidió a los espíritus conformistas y acomodados provocando insomnios y duermevelas. Táctica y estrategia. En el zapping de los siglos, siempre quedará una primavera con una esquina rota, la vuelta de Mambrú o una tregua…

miércoles, 13 de mayo de 2009

Cuando el Sol se vuelve cuadrado

El pueblo era tan esquemático en sus costumbres que todo era allí cuadriculado. Todo tenía medida y límites, nada se permitía a la improvisación. El Sol salía todas las mañanas y era el motor para empezar a trabajar: sembraban, araban, esperaban o recogían el fruto según la estación. Cuando el Sol se ponía: paseaban, cenaban y se iban a dormir hasta el día siguiente y así sucedió durante años y años, tantos, que era imposible pensar que hubiese otro tipo de vida en cualquier otro lugar, hasta que una noche llegó aquel extraño personaje con sus premoniciones y teorías. No solía equivocarse, así que cuando vaticinaba que iba a llover, el cielo se cubría, las nubes se entrelazaban unas a otras y obedecían humildemente a su premonición. Otras veces, bastaba con que mirara a alguien detenidamente o hiciese un comentario desafortunado hacia cualquier persona para que ésta entrase en desgracia, preveía noticias y solía acertar tan de lleno que el pueblo entero empezó a esquivarlo. Si él aparecía por una esquina, inmediatamente quedaba desierta toda la calle, hasta los animales de los distintos corrales, mimetizados con sus dueños corrían locamente en contradirección cuando él se acercaba. Así ocurrió que desde donde él estaba instalado hasta la otra parte del pueblo, justo en las afueras, no había nadie.

Cuando el hombre empezó a sentir soledad, decidió hacer algo para volver a ganarse la confianza de la gente. Maquinó un plan. En vez de adelantar acontecimientos como había hecho hasta ahora, daría rodeos de esquina a esquina del pueblo con una gran pancarta en la que haría saber sólo lo que ocurriese en el pueblo de al lado.

El primer día se puso manos a la obra. Cortó un cuadrado de tela blanca de una sábana, cosió los extremos a dos ramas de árbol, y escribió con letra gigante para que desde muy lejos pudiera leerse con facilidad: “EN EL PUEBLO DE AL LADO VEN EL SOL CUADRADO”. Paseó por las calles sin gente alzando cuanto podía su pancarta para que desde cualquier ventana o rincón, cualquiera pudiese leerla. No obtuvo resultado. Al día siguiente se le ocurrió otra idea y probó a colocar la pancarta fija en la plaza del pueblo atada a los mástiles del Ayuntamiento y alejarse para que todos se acercaran sin temor a leerla, después se recluiría en su casa hasta ver resultados.

Atardecía y el Sol estaba ya tan bajo que casi podía tocarse con las manos. Vista desde lejos, la pancarta cubría justo el centro del Sol y sólo por los lados asomaban los rayos amarillos, tan acumulados en cada esquina, que aquello parecía el ojo de Dios bajado directamente del cielo. Horas más tarde, una comitiva aterrorizada del pueblo de al lado se adentró en la plaza gritando que el Sol se había vuelto cuadrado. Sólo había luz en las esquinas y en el centro había anochecido, en el centro todo eran sombras.

El hombre, permaneció escondido. No se atrevía a salir de la casa. Por primera vez no sabía vaticinar lo que ocurriría después de su nefasta idea, pues no sólo veía imposible recuperar a sus vecinos sino que ahora el pueblo de al lado también lo rechazaría. Cuando el Sol se escondió definitivamente, se reunieron en la plaza los vecinos de ambos pueblos con palos y antorchas. Quemaron la pancarta y acudieron a casa del extraño, la quemaron también, sin piedad y sin remordimientos. Había que salvar las tierras por encima de todo. No podían permitirse un Sol cuadrado. Cuando amaneció, respiraron tranquilos. Todo solucionado. El Sol volvía a ser redondo como siempre.

martes, 12 de mayo de 2009

La música no siempre amansa a las fieras


En el metro, al caer la tarde, en plena hora punta y en medio de la estación central, entre dos carteles de publicidad invitando a viajar al lejano oriente con vistas de pagodas, ríos con casas de madera en las orillas y budas de oro vistos desde el cielo, colocó su banqueta el violinista. Abrió la cremallera de la funda de su violín, y sin soltarlo, la colocó en el suelo abierta para recoger las monedas que le fuesen echando. Se sentó despacio, con ceremonia, vapuleando con gracia y por costumbre la cola de chaqué recién planchado para la ocasión, colocó su mentón sobre la barriga de su Stradivarius relajó el hombro y comenzó a tocar arrancando con la chacona de la Partita número 2 en Re menor de Juan Sebastián Bach.

Con arqueos de placer, atrapando entre hombro y barbilla cada nota, presionando el instrumento contra su cuello, se prolongaba el violinista sobre su violín hasta donde éste terminaba, allá donde las clavijas tensaban sus cuerdas, y donde su mano derecha, crispada en una danza como de patas de araña sentía cada vibración en el responder agudo, soberbio y tortuoso de la destreza de la otra mano, la izquierda, la que con los dedos describiendo una eme y empujados por un pulgar firme sujetaban la vara mágica que entrechocaba las cuerdas en el centro, rozándolas, rascándolas, puliéndolas con suavidad y con violencia, con ojos entrecerrados y gesto poseído por una muerte dulce, una mueca de dolor y delicia, regodeo y éxtasis.

La gente pasaba junto a él deprisa, a sus cosas, sin pararse, algunos le lanzaban alguna moneda mientras pasaban de largo, de vez en cuando alguien se paraba unos segundos junto a él para reanudar la marcha. Varios niños ralentizaron el paso de sus padres atraídos por la música. Dos policías le pidieron los papeles. Un par de mendigos se sentaron junto a él para alegrarse el día. Un ejecutivo depositó junto a la funda salpicada de céntimos de moneda una caja con un “Big mac” de MacDonalds y se alejó sin mirar por si ofendía. Una mujer de mediana edad dejó en el suelo una bufanda que pensaba regalar a su yerno. Un grupo de adolescentes lanzaron cigarros pero al no acertar en la funda rodaron hacia el par de mendigos que se los fumaron tranquilamente. Un mochilero arrojó un bonometro al que le quedaba un viaje.

El violinista seguía tocando extrañado por la ausencia de aplausos, por no importarle las toses, las melodías de móviles, las voces y el griterío. Se sentía mucho más feliz que la noche anterior en el gran teatro con el aforo completo. Para él también fue un descubrimiento. No había perdido su vocación.

Al día siguiente, un titular en todos los periódicos. La mayoría de los que había pasado ante el violinista el día anterior llevaba uno bajo el brazo, rezaba así:

“LA BELLEZA PASA DESAPERCIBIDA
Un virtuoso con un violín Stradivarius tasado en 3’5 millones de dólares, no logra llamar la atención de los viajeros del metro”

lunes, 11 de mayo de 2009

Cuidado con los deseos, a veces se cumplen

Aquel hombre llevaba toda la vida esperando que las cosas cambiaran, no hacía nada, pero esperaba sin decidir: algún milagro, una coincidencia, una inercia distinta que lo trasladase al mundo de los elegidos para darle sentido a esa vida anodina que llevaba desde que tuvo uso de razón. La más arriesgada de sus leyes imaginarias de supervivencia, de su código secreto para salir adelante, era dejarse llevar por las casualidades que le fuesen viniendo, aunque claro, éstas a él nunca le sucedían. Sin embargo como tantas otras veces, la casualidad estaba ahí delante de él, a su lado, a la vuelta de la esquina, en cada acto, en cada movimiento, rondándolo, mirándolo de frente mientras él miraba como siempre hacia otra parte, hacia su propio catálogo existencial.

Anotaba todo lo ocurrido en el día a día, es decir nada, en las hojas del calendario del año correspondiente colocado con un imán de quita y pon en la puerta de la nevera. La hora de levantarse, siempre la misma; desayuno, el mismo: levadura de cerveza y polen disuelto en zumo de naranja, un café y el primer cigarro del día; almacén: bronca con su padre, acreedores y proveedores; comida: cada día de la semana el plato correspondiente con ensalada, una pieza de fruta de temporada para el postre, otro café y el segundo cigarro del día; almacén por la tarde: pelea otra vez con los mismos y por lo mismo; vuelta a casa por el mismo camino andado y desandado durante tantos años que si le cortaran el tronco sus piernas caminarían por él sin dificultad yendo y viniendo hasta agotar la sangre que quedara en ellas; cena: yogurt con cereales y otro café con el último cigarro del día; programa de televisión: el que sea, el que aparezca en pantalla por defecto, no importa, no tiene preferencias; quedarse dormido en el sofá; pasarse a la cama. Dormir. Al día siguiente, anotará lo mismo en otra hoja en la que sólo variará el número del día y el día de la semana, y así todos los días año tras año.

Volvía de trabajar ensimismado con la reproducción una y otra vez en la cabeza de la última pelea con su padre. En el fondo, no eran tan distintos, pensaba, su padre había renunciado a todo por él y él lo había hecho también por su padre, menos mal que él no tenía hijos y esta maldita historia de renuncias se cortaría en él, en fin, que ya estaban en paz, uno a uno, ¿pero por qué su padre quería siempre más de él?, ya estaba harto, aunque esta vez sí que haría lo que siempre había querido hacer. Nada. Nada y punto. Tenía la edad justa para jubilarse y eso es lo que haría el mes próximo. Si su padre quería seguir trabajando para mantener la tradición y estar en forma, él prefería jubilarse aunque con ello obtuviera la muerte. Según su padre, la jubilación era la muerte, el irse dejando poco a poco, el no tener nada que hacer, eso era la muerte en vida para su padre, lo que no sabía su padre es que él llevaba muerto mucho tiempo, tanto que no le importaba morirse de otra manera. Por fin anotaría algo distinto en el día uno del próximo mes: “hoy me jubilo”, anotaría, júbilo, eso es lo que sentiría, júbilo de jubilarse, de desecharse, de apartarse del mundo laboral, jubileo de que las cosas cambiaran.

Y llegó el día. Callejeó perezosamente sin rumbo fijo por las calles de su ciudad, desconocida excepto en el tramo del almacén a su casa. Anotaría cada uno de sus recorridos en el calendario, y cada cosa que le ocurriese…

Tres días después escribiría en el calendario: hoy ha muerto mi padre. Velatorio a las cinco de la tarde. Fue a velar a su padre muerto. En herencia le dejaba el taller suplicándole que se hiciese cargo y que buscase un encargado que lo sucediese en el futuro, que al no tener descendientes, dejase el negocio en manos de dicho encargado y con la misma súplica que le hacía él en ese momento, que por ningún concepto lo cerrara, que de lo contrario, su vida no habría valido la pena. Volvió a pelearse con su padre ya muerto, y aún muerto ganaba la última batalla, seguía arruinándole la vida. El destino es una montaña y yo no soy escalador se decía mientras rezaba un Ave María por su padre muerto. No acepto, dijo en el amén.

Colocó un anuncio en el periódico ofreciendo el negocio gratis sólo a cambio de trabajo. Nadie contestó. Parecía un timo, nadie regala nada. Cambió el anuncio y pidió un precio razonable. Tres candidatos quedaron con él a lo largo de la semana, así que anotó en el calendario en la hoja del lunes a uno, en la del miércoles a otro, y en la del viernes al tercero, todos a la misma hora, a las cinco de la tarde. ¿Por qué todas las cosas parece que pasan de pronto ahora?, ni siquiera tenía una idea clara de lo que esperaba de estos encuentros. Recordó sin saber por qué el dibujo de su primer cuento en que una boa se había comido un elefante y era confundida por los adultos con un sombrero, qué estupidez, pero estos tres hombres con los que se había citado y que pensaba comerse con tal de alejar de sí el taller de su padre serían un gran sombrero para él y seguramente, le vendría grande en cuanto lo colocase sobre su cabeza. Con el hombre del lunes no llegó a un acuerdo así que esperó impaciente al miércoles, pero ese hombre no apareció así que el viernes sería su gran día, el hombre viernes fuese como fuese y le ofreciera lo que le ofreciese sería su salvador, no quería volver a saber nada del almacén. Y así fue. Viernes era joven, listo y con ganas de trabajar. Le propuso algo que superó todas las expectativas de la casualidad: vender el local, comprar una autocaravana y montar allí el taller itinerante ofreciendo sus servicios cada día en una ciudad distinta, de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, a donde les llevase el destino y la casualidad. Nombró el hombre viernes la palabra mágica y aquél que llevaba toda la vida esperando que las cosas cambiaran cambio su destino en ese mismo instante. No más calendario, no más piernas sueltas caminando entre dos puntos fijos, no más peleas con su padre muerto… Salió a la calle eufórico por su decisión. Por fin tomaba una decisión, por fin huiría de la insoportable sombra de su padre. Compró un helado y se lo comió a deshora, se fumó un cigarro que excedería del número previsto para ese día y hasta se atrevió a gritar de incontinencia emocional en medio de la calle.

Lo que no sabía entonces es que pasado un tiempo lloraría por recuperar aquel otro tiempo perdido en su antigua casa, con sus hojas de calendario en las que siempre ponía lo mismo, sus caminatas del taller a casa y de casa al taller y por su pobre padre que ahora ya carecía de culpa. Comprendería tras recorrer infinitos caminos que en el fondo nunca le interesaron lo suficiente, que los placeres que comporta la ignorancia del mundo, a veces, son mejores que los placeres del conocimiento consumido en vivo y en directo.