Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

jueves, 30 de julio de 2009

A preguntas tontas...



Le preguntaron qué llevaría a una isla desierta. Pues... "Toda la ciudad para mí solo".

martes, 28 de julio de 2009

Test de Roschard en la M-30

“Cuatro carriles a mi disposición. Soy el rey. El señor de las carreteras”, -dice con euforia-. Y yo, con los sentidos vibrando a flor de piel miro al horizonte para no mirarlo a él. Hace tiempo que no soporto esa felicidad suya. Golpetea rítmicamente con la palma de la mano el borde de la ventanilla que abre sin preguntarme, dice que para sentir con más intensidad el éxtasis. Patético. Si supiera que por mucho aire que corra yo ya no puedo respirar. La velocidad del viento aumenta, mi rabia también. El pelo me azota la cara y la presión arterial me late en las sienes. Clava el pie en el acelerador y chilla despeinado y satisfecho desde su trono: “cumplidas una vez más las obligaciones de hijo pródigo, con ésta ya estamos arreglaos hasta el mes que viene”, y suelta una carcajada de hiena echando la cabeza hacia atrás. Le veo los empastes. Él sí que está arreglao pero a pedazos, ¡pedazo de Frankenstein!, ahí, con los brazos estirados más largos que las piernas apretando el volante y recostado en el asiento, aferrado con fuerza a los radiales de un círculo que dice le conduce a todas partes, que lo libera de todo. ¡Yo si quisiera liberarme de todo! ¡Ah! ¡Vuelta a casa!

Estamos a punto de entrar de nuevo en la ciudad, pero... ¿Qué pasa?... Todas las entradas cerradas. Carteles de desvío reconduciéndonos de una salida a otra, de una carretera a otra. Se desconcierta. Ya no es el rey. Ahora es un vasallo asustado en un laberinto sin salida. Más de una hora dando vueltas sin llegar a ninguna parte. ¿Qué ha pasado con el señor de las carreteras?, pregunto y río sin piedad. De un volantazo se desvía al andén y frena en seco. La hiena ya no ríe. Mira con ojos de animal herido y furioso. No dice nada. Sólo me mira con el odio transformado en desprecio, abre la puerta, da la vuelta por delante del coche hacia mi puerta. Me asusto. No sé lo que va a hacer. Se coloca de espaldas a mí y por sus movimientos intuyo que está sacando su pene, ese pene de mierda que ya no deseo. El charco en el suelo confirma. Está meando. Espero alerta su próxima reacción. Da la vuelta de nuevo pero esta vez por detrás del coche, una maniobra que no entiendo. Abre el capó, saca algo, lo imagino con un hierro en la mano golpeando la ventanilla y sacándome del pelo. No sé por qué pienso esto, nunca me ha hecho nada aunque a veces lo preferiría a sus miradas. Miradas que cree me imponen pero sólo me llenan de asco. Vuelve. Lleva agua en la mano. Me ofrece y me dice que callada estoy más guapa. Sube de nuevo, acelera y unos kilómetros más adelante se decide al azar por una de las improvisadas fronteras. “Necesito llegar. Descansar. Tengo que entrar como sea”, dice desesperado y cabreado. “El camino está despejado pero no se puede pasar, y no puedo comprender qué ocurre”, se dice a sí mismo, yo ya no le escucho. Dos policías nos hacen el alto. Él se acerca más. Para junto a ellos. Le advierten que no puede continuar, que por seguridad se han cerrado los accesos a la ciudad hasta nuevo aviso. Advierten seguridad para dar miedo, pero él no se arruga. Insiste. Pide más explicaciones. Negativo. Repetición de la jugada. Ahora suplica una excepción, no lo consigue y golpea la chapa del coche con impotencia y teatro. Se hace un silencio que ocupa otro espacio junto al nuestro. Incomodidad. Los policías miran callados y quietos. Él tampoco habla. Les lanza una de sus miradas estúpidas. Ya no hay palabras. Lo que había que decir por ambas partes ya está dicho, cada uno por dentro en su repetida postura; ellos impidiéndonos entrar, él, porque yo no cuento, intentando provocar una respuesta contraria. Silencio. Volvemos al coche. Se mira el reloj para controlar un tiempo que ya carece de sentido. Hace una hora era el rey de la carretera. Ahora no importa lo que diga ni como mire. Callo. Callan. Calla. Todos esperamos lo mismo pero desde posiciones opuestas: que alguien desista. Él asume nuestra posición por los dos, como siempre. Desiste. “No voy a pasar y ya está. Me doy por vencido”. Aparca el coche en la cuneta, deja su puerta abierta, da la vuelta y abre la mía. Sal, me dice. Salgo. Enciende la radio a todo volumen. Vuelve al capó y saca las morcillas, los chorizos y el pan del pueblo que siempre se trae para llenar la despensa hasta la próxima. Saca una toalla, la extiende en el suelo frente a los sorprendidos policías. Se sienta y coloca todas las cosas encima. Me llama. “Vamos a merendar”, dice, “siéntate conmigo, cariño”. Me sorprende esa amabilidad repentina pero la situación empieza a ser divertida. Unos minutos. Los policías nos hacen señales con la mano para que nos levantemos. Háganse a un lado, grita el más bajito. Otro coche se acerca reduciendo la velocidad sin entender qué pasa. Otro al que le van a quitar su reino, pienso. Aparca detrás de nosotros, son cuatro reyes los destronados. Tan desconcertados como nosotros se ríen nerviosos ante nuestra absurda protesta sentados allí en medio de la carretera rodeados de morcillas y chorizos. En un primer momento no saben qué hacer, después piden permiso para sentarse a nuestro lado. Lo tomamos como una actitud solidaria y los invitamos a la ilógica merienda. Ellos nos ofrecen cerveza. Sacan una nevera del coche y comienzan a repartir botes. Los policías hacen ademán de protesta otra vez, pero aparece otro coche, y otro coche más, y luego otro, y otro hasta que el número de gente es tan denso que los policías hacen la vista gorda. Están tan desconcertados como nosotros. Nos dan la espalda y se desentienden del tema. De repente empieza un cachondeo imprevisto contra ellos. Eh!, grita uno: “unas morcillitas, jefe”. Carcajadas. “Unas birras para los polis, hay no, que están de servicio”, grita otro. Carcajadas de nuevo. El poli bajito comienza a ponerse nervioso, deja caer el peso de una pierna sobre la otra mirando a su compañero. El otro es más alto y robusto, no hace nada, se limita a ofrecernos una espalda cuadrada y rígida bajo dos piernas abiertas en uve invertida por las que se ve la otra parte de la frontera que nos está prohibida. De vez en cuando se toca la porra y acaricia la funda de la pistola como una especie de advertencia.

Anochece. Las meriendas se han convertido en cenas, las bebidas en borrachera, y las radios de los vehículos sincronizadas en una fiesta. Una rave improvisada. La gente ya no recuerda porque está allí, sólo disfruta y yo entre ellos pensando que ojalá se detenga el tiempo y no entremos nunca. Los rostros de los casualmente concentrados allí ya no se distinguen. Sólo las voces ejercen el papel de cuerpo prestado a una silueta de hombre o mujer si estás cerca, de mancha gigantesca si te alejas, un inmenso test de Roschard sobre una M-30 abarrotada, un dibujo desparramado de sombras en una caravana extraña y desordenada.

Amanece. Y con la claridad del día todos sienten satisfacción por salir de la masa humana y recuperar de nuevo su aspecto de persona distinta e inconfundible y sus deseos de volver a casa. Todos menos yo.

lunes, 27 de julio de 2009

Un día en la playa

Hay días que uno por muy urbano que sea necesita de lo verde, entendiendo por lo verde, cualquier cosa fuera de la ciudad que no sea otra ciudad; levantarse con un pensamiento insólito de gorjeos de campo, penumbra de árboles mecidos por el viento o una arena blanda donde los pies desnudos reciban el contacto directo con la tierra. Y él, Don tal y cual, apodado así por abusar compulsivamente de este término, tenía uno de esos días. No lo pensó dos veces. Porque para Don tal y cual la playa quedaba tan lejos de su casa que pensarlo dos veces significaba renunciar. Sin coche, pues Don tal y cual no se atrevería jamás a coger el de la empresa fuera de horas de trabajo, lo mínimo que tenía hasta lo verde más cercano era una hora de autobús, un número de paradas infinitas, y una gran dosis de paciencia si pensaba en el regreso en que invertiría el proceso pero rebozado en arena y sal. Así que sin pensarlo dos veces, ni pensar en nada más que en lo verde, Don tal y cual, dirigido por ese mágico espejismo de palmeras paradisíacas y aire con brisa de mar que se le antojaba cada vez que pensaba en lo verde, se dejó arrastrar con resignación hacia la parada de autobús más cercana con una camiseta vieja, un pantalón corto, chanclas playeras, y una toalla enroscada bajo el brazo envolviendo el bañador y el libro de “Los hombres que no amaban a las mujeres” que recientemente le había regalado su mujer y que él había interpretado inmediatamente como un mensaje subliminal. Hacía tiempo que ya no se comunicaban de otra forma, sólo a través de códigos que a primera vista parecían inofensivos, claves secretas que sólo ellos entendían en su particular yincana de equipos contrarios; aunque, en este caso, ese título evidente del libro abría un nuevo espacio de claridad entre ellos hasta ahora inexplorado.

Don tal y cual, con su toalla enroscada bajo el brazo ocultando el bañador y su best-seller con el que algo quería decirle su mujer, buscó desesperadamente con la mirada un rinconcito, un recoveco bajo una palmera no demasiado alejada de la orilla del mar donde concentrarse a leer tranquilo y poder mojarse de vez en cuando la calva, esa vergonzosa parte de su cuero cabelludo que declarada en huelga había expulsado todo pelo esquirol logrando quedarse desierta en varios centímetros a la redonda como una miserable isla de nada, una coronilla que en cuanto se descuidaba y olvidaba la gorra en un día como éste adquiría un rojo intenso, brillante y aterciopelado difícil de ocultar aún cruzando estratégicamente a ambos lados el pelo blanco, largo y desgreñado de sus todavía poblados parietales. Pero fue imposible, por más que alargaba el cuello intentando captar alguna palmera frondosa, verde y libre, todas estaban ocupadas. Decidió entonces prescindir de lo verde y adentrarse lo más cerca de lo azul, lo azul sustituiría el frescor de lo verde; extendería la toalla en la arena o la colocaría sobre una de las hamacas desperdigadas a ambos lados de la pasarela de madera que lo había conducido a la orilla; esas hamacas regentadas por individuos de aspecto mafioso -vestidos de blanco: con riñonera blanca, gorra blanca, camiseta de tirantes blanca y un moreno discontinuo de franjas blancas- que apostados a la sombra de palmeras artificiales y fumando un cigarro tras otro perseguían con la mirada futuros clientes comodones como él. Los hamaqueros estaban allí sentados, al acecho, conversando como podían con esos otros personajes, nuevos para él, que no recordaba haber visto la última vez que necesitó de lo verde: las asiáticas, esas mujeres de ojos que miraban en horizontal a través de rendijas distantes y solitarias, y que cada cierto tiempo merodeaban a los bañistas para ofrecerles en su castellano plagado de eles, masajes reparadores, “¿quiele masaje bueno?, ¿quiele relajal tú? Con sus sombreros de paja, sus pantalones anchos, su camisa amplia y su lenguaje de vocales lleno de subidas y bajadas dejaban boquiabiertos a los hamaqueros de blanco cada vez que se sentaban con ellos a chamar cigarrillos negros. A Don tal y cual le hacía risa cómo hablaban entre sí hamaqueros y masajistas. Hablaban y hablaban inventando palabras con las que parecían entenderse, y lo hacían tan fuerte, que Don tal y cual pensó que junto a ellos sería incapaz de concentrarse en la lectura de esos mensajes secretos que su mujer quería hacerle llegar a través del libro. Se decidió por la arena a pesar de estar plagada de bultos y ondulaciones de ruedas de vehículos de limpieza y vigilancia, y no parecer cómoda en absoluto. Extendió por fin la toalla en la arena después de habérsela enrollado sobre la cintura y con ciertos desequilibrios haberse quitado el pantalón y colocado el bañador en su lugar. Había Don tal y cual extendido la toalla en dirección al sol, dispuesto su ropa bien doblada en el mismo centro para hacer de almohadón y había abierto su libro por la señal del separador colocada en una página al azar, aún no lo había empezado, y había leído también al azar paseando la vista por curiosidad en esa misma página una frase: “… simplemente es uno más de esos cabrones que siempre han odiado a las mujeres”, pues sí que empezamos bien, pensó. Por el rabillo del ojo, sin poder evitarlo, observaba un poco más allá del horizonte de la toalla a un grupo de mujeres ya de cierta edad, con sus risas y bañadores estrepitosos apretando esas mollas incontrolables sobresaliendo por todas partes cuando quedaban atrapadas en las costuras de sus extremidades, que con esos volúmenes de tronco, parecían mucho más delgadas. Coleópteros humanos, pensó, aquellas mujeres revoloteaban unas alrededor de otras frotando sus patitas de mosca, chirriando un debate de cotilleos y reflexiones absurdas que lo sacaban de quicio, chirriando actualidades de vidas ajenas e inalcanzables de mundillo rosa. Reinició la lectura varias veces, esta vez por la primera página, intentando prescindir de esos alrededores que ya nada tenían que ver con lo verde que había imaginado al salir de su casa, y cuando ya casi lo había conseguido, una nube de mariquitas enanas con caparazones rojos como su coronilla y pequeñas alas color naranja chocaron contra él. Eran choques opacos, con una contundencia dura; aunque él moviese con rapidez la parte del cuerpo en la que ellas se estrellaban, las mariquitas no se movían, se quedaban ahí quietas, torpes, como esperándose unas a otras. Don tal y cual se desprendía de ellas a base de casquilotes, lanzándolas lejos, panza arriba, aunque tras remover locamente sus patas con un aleteo conseguían darse la vuelta y emprender de nuevo su vuelo suicida. Al principio sólo era molesto, pero después era insoportable, y la rabia subía por Don tal y cual poco a poco hasta llegarle al cerebro con instintos asesinos. Ya no le bastaba con apartarlas a manotazos sino que deseaba rotundamente acabar con ellas. Logró derribar unas cuantas y en su pataleo bocarriba de mariquitas desesperadas echaba Don tal y cual gustosamente un puñado de arena con el pie sobre ellas y después las enterraba con el talón hasta asegurarse de una muerte definitiva. Aún así, alguna que otra volvía a salir del alud y a embestir contra él. Era imposible leer o concentrarse en nada aquella tarde de mierda que ni era de lo verde ni de nada.

Se habían instalado en él las mariquitas y ahora, ya de pie, era todo un cuerpo rojo, una coronilla extendida por toda la piel llena de motas negras. Un hombre rojo sobre una tarde verde. ¿Sería él realmente un hombre de los que no amaban a las mujeres?, fue su último pensamiento.



sábado, 18 de julio de 2009

Lentamente, amor muere en pequeños círculos


Lento, sigiloso, con pasos de primer hombre que camina por la luna, entre dunas de placer y repugnancia, con la respiración entrecortada y una erección incontenible bajo el pantalón, “celos” se abalanza como un desesperado, los brazos estirados, las manos alzadas en dedos corvos, los ojos saliendo de sus orbitas, el rostro congestionado. Un grito ahogado detrás de los dedos, pasos indecisos de víctima incrédula que retroceden, dos, tres veces, cinco. Con la misma lentitud con la que antes avanzaba “celos” ahora retrocede “amor” amenazado. Una música estridente golpea los oídos, eriza los poros de la piel, predispone. Rayos, truenos y gotas furiosas de tormenta atronan alrededor de esa casa amplificados por el sonido de un techo de Uralita. Un reloj lejano y gigantesco da doce campanadas, las ramas de los árboles azotan los cristales de las ventanas mientras diez dedos agarrotados se hunden en el cuello de “amor”, sobran dedos y sobran manos así que ambas se superponen formando una sola, una mano encima de otra mano, una sola que aprieta y aprieta por debajo de una boca pequeña que cada vez se hace más y más grande hasta que no cabe una gota más de aire, hasta que los ojos por encima de esa boca se dilatan obteniendo el mismo diámetro, la saliva apenas cabe en esa cavidad que ya no es garganta sino embudo. Jadeos, toses sin aliento, estertores, y por fin silencio, calma, paz. Muerte. Una muerte doble. Una por fuera y otra por dentro.
Ambos salen de la fila de butacas en silencio mientras la pantalla sigue con los créditos y la banda sonora allá detrás no deja de reproducir en sus cabezas la imagen de la última escena.
Cuando atraviesan la pesada puerta del cine es de noche, mientras encienden un cigarro, las aterradoras imágenes siguen en sus cabezas ahora ya sin música. Ninguno quiere ser el primero en opinar, no sabían el argumento al decidirse por esa película, simplemente una de miedo y ya está, y el silencio que provoca una ficción tan parecida a su propia realidad se prolonga unos minutos interminables mientras desvían la mirada observando al resto de público que ajeno a sus sentimientos sale de la sala comentando como si nada…