Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

lunes, 27 de julio de 2009

Un día en la playa

Hay días que uno por muy urbano que sea necesita de lo verde, entendiendo por lo verde, cualquier cosa fuera de la ciudad que no sea otra ciudad; levantarse con un pensamiento insólito de gorjeos de campo, penumbra de árboles mecidos por el viento o una arena blanda donde los pies desnudos reciban el contacto directo con la tierra. Y él, Don tal y cual, apodado así por abusar compulsivamente de este término, tenía uno de esos días. No lo pensó dos veces. Porque para Don tal y cual la playa quedaba tan lejos de su casa que pensarlo dos veces significaba renunciar. Sin coche, pues Don tal y cual no se atrevería jamás a coger el de la empresa fuera de horas de trabajo, lo mínimo que tenía hasta lo verde más cercano era una hora de autobús, un número de paradas infinitas, y una gran dosis de paciencia si pensaba en el regreso en que invertiría el proceso pero rebozado en arena y sal. Así que sin pensarlo dos veces, ni pensar en nada más que en lo verde, Don tal y cual, dirigido por ese mágico espejismo de palmeras paradisíacas y aire con brisa de mar que se le antojaba cada vez que pensaba en lo verde, se dejó arrastrar con resignación hacia la parada de autobús más cercana con una camiseta vieja, un pantalón corto, chanclas playeras, y una toalla enroscada bajo el brazo envolviendo el bañador y el libro de “Los hombres que no amaban a las mujeres” que recientemente le había regalado su mujer y que él había interpretado inmediatamente como un mensaje subliminal. Hacía tiempo que ya no se comunicaban de otra forma, sólo a través de códigos que a primera vista parecían inofensivos, claves secretas que sólo ellos entendían en su particular yincana de equipos contrarios; aunque, en este caso, ese título evidente del libro abría un nuevo espacio de claridad entre ellos hasta ahora inexplorado.

Don tal y cual, con su toalla enroscada bajo el brazo ocultando el bañador y su best-seller con el que algo quería decirle su mujer, buscó desesperadamente con la mirada un rinconcito, un recoveco bajo una palmera no demasiado alejada de la orilla del mar donde concentrarse a leer tranquilo y poder mojarse de vez en cuando la calva, esa vergonzosa parte de su cuero cabelludo que declarada en huelga había expulsado todo pelo esquirol logrando quedarse desierta en varios centímetros a la redonda como una miserable isla de nada, una coronilla que en cuanto se descuidaba y olvidaba la gorra en un día como éste adquiría un rojo intenso, brillante y aterciopelado difícil de ocultar aún cruzando estratégicamente a ambos lados el pelo blanco, largo y desgreñado de sus todavía poblados parietales. Pero fue imposible, por más que alargaba el cuello intentando captar alguna palmera frondosa, verde y libre, todas estaban ocupadas. Decidió entonces prescindir de lo verde y adentrarse lo más cerca de lo azul, lo azul sustituiría el frescor de lo verde; extendería la toalla en la arena o la colocaría sobre una de las hamacas desperdigadas a ambos lados de la pasarela de madera que lo había conducido a la orilla; esas hamacas regentadas por individuos de aspecto mafioso -vestidos de blanco: con riñonera blanca, gorra blanca, camiseta de tirantes blanca y un moreno discontinuo de franjas blancas- que apostados a la sombra de palmeras artificiales y fumando un cigarro tras otro perseguían con la mirada futuros clientes comodones como él. Los hamaqueros estaban allí sentados, al acecho, conversando como podían con esos otros personajes, nuevos para él, que no recordaba haber visto la última vez que necesitó de lo verde: las asiáticas, esas mujeres de ojos que miraban en horizontal a través de rendijas distantes y solitarias, y que cada cierto tiempo merodeaban a los bañistas para ofrecerles en su castellano plagado de eles, masajes reparadores, “¿quiele masaje bueno?, ¿quiele relajal tú? Con sus sombreros de paja, sus pantalones anchos, su camisa amplia y su lenguaje de vocales lleno de subidas y bajadas dejaban boquiabiertos a los hamaqueros de blanco cada vez que se sentaban con ellos a chamar cigarrillos negros. A Don tal y cual le hacía risa cómo hablaban entre sí hamaqueros y masajistas. Hablaban y hablaban inventando palabras con las que parecían entenderse, y lo hacían tan fuerte, que Don tal y cual pensó que junto a ellos sería incapaz de concentrarse en la lectura de esos mensajes secretos que su mujer quería hacerle llegar a través del libro. Se decidió por la arena a pesar de estar plagada de bultos y ondulaciones de ruedas de vehículos de limpieza y vigilancia, y no parecer cómoda en absoluto. Extendió por fin la toalla en la arena después de habérsela enrollado sobre la cintura y con ciertos desequilibrios haberse quitado el pantalón y colocado el bañador en su lugar. Había Don tal y cual extendido la toalla en dirección al sol, dispuesto su ropa bien doblada en el mismo centro para hacer de almohadón y había abierto su libro por la señal del separador colocada en una página al azar, aún no lo había empezado, y había leído también al azar paseando la vista por curiosidad en esa misma página una frase: “… simplemente es uno más de esos cabrones que siempre han odiado a las mujeres”, pues sí que empezamos bien, pensó. Por el rabillo del ojo, sin poder evitarlo, observaba un poco más allá del horizonte de la toalla a un grupo de mujeres ya de cierta edad, con sus risas y bañadores estrepitosos apretando esas mollas incontrolables sobresaliendo por todas partes cuando quedaban atrapadas en las costuras de sus extremidades, que con esos volúmenes de tronco, parecían mucho más delgadas. Coleópteros humanos, pensó, aquellas mujeres revoloteaban unas alrededor de otras frotando sus patitas de mosca, chirriando un debate de cotilleos y reflexiones absurdas que lo sacaban de quicio, chirriando actualidades de vidas ajenas e inalcanzables de mundillo rosa. Reinició la lectura varias veces, esta vez por la primera página, intentando prescindir de esos alrededores que ya nada tenían que ver con lo verde que había imaginado al salir de su casa, y cuando ya casi lo había conseguido, una nube de mariquitas enanas con caparazones rojos como su coronilla y pequeñas alas color naranja chocaron contra él. Eran choques opacos, con una contundencia dura; aunque él moviese con rapidez la parte del cuerpo en la que ellas se estrellaban, las mariquitas no se movían, se quedaban ahí quietas, torpes, como esperándose unas a otras. Don tal y cual se desprendía de ellas a base de casquilotes, lanzándolas lejos, panza arriba, aunque tras remover locamente sus patas con un aleteo conseguían darse la vuelta y emprender de nuevo su vuelo suicida. Al principio sólo era molesto, pero después era insoportable, y la rabia subía por Don tal y cual poco a poco hasta llegarle al cerebro con instintos asesinos. Ya no le bastaba con apartarlas a manotazos sino que deseaba rotundamente acabar con ellas. Logró derribar unas cuantas y en su pataleo bocarriba de mariquitas desesperadas echaba Don tal y cual gustosamente un puñado de arena con el pie sobre ellas y después las enterraba con el talón hasta asegurarse de una muerte definitiva. Aún así, alguna que otra volvía a salir del alud y a embestir contra él. Era imposible leer o concentrarse en nada aquella tarde de mierda que ni era de lo verde ni de nada.

Se habían instalado en él las mariquitas y ahora, ya de pie, era todo un cuerpo rojo, una coronilla extendida por toda la piel llena de motas negras. Un hombre rojo sobre una tarde verde. ¿Sería él realmente un hombre de los que no amaban a las mujeres?, fue su último pensamiento.



No hay comentarios: