Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Otro año pasa...


Y del otro lado comprueba que todo es triste también. Sobre su cabeza vuelan las sombras conscientes de fantasmas ahora duplicados en ambas orillas. Un año más no le quedará otra que sentarse tranquilamente sobre la roca de su castigo y sacarse de nuevo la espina que volverá a clavarse una y otra vez mientras busca en su interior la voz del poeta perdido.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Dialogando laberintos


Y en la próxima luna llena,
laberintos. plenilunio.
desentumeciendo voces, desperezando palabras,
dialogando laberintos
en esquinas, rincones, recovecos,
en la próxima luna llena, plenilunio.
evocando otras lunas, masticando palabras,
disfrutando el momento,

el pasado, el futuro,
laberintos en plenilunio,

en la próxima luna llena,
plenitud.

martes, 6 de octubre de 2009

Postales trucadas



Bosque urbano invadido por la niebla. Debajo árboles, gente, animales, vida. La bruma lo emborrona todo y avances hacia donde avances todas las cosas se parecen a otras, todos los lugares existen en otros. En Polonia recuerdas Moscú sin haber estado allí. En Buenos Aires ves París o Madrid o Barcelona. En Londres, Berlín. En Alejandría, Tánger. En Patagonia, el oeste americano de western, las películas de vaqueros de las sobremesas de tu infancia, y en esa infancia un primer amor que quedó atrapado en el halo de una niebla, en la bruma de una ciudad sin nombre, rugiendo en el aire con ese sentimiento de la primera vez que algo muerde por dentro, que un esparadrapo amordaza la boca, que una gran venda estrangula tu cuerpo, que de tu cuerpo emerge uno más grande a cada paso y te asustas hasta que entiendes que es tu sombra proyectada contra tus muros en el centro de un infinito mediodía, y en cada zancada se hace más grande, y a la vuelta de una esquina más pequeña, y de repente encuentras un rincón perdido y la sombra desaparece. Y si te quedas ahí y no te mueves vuelves a ser tú y te pareces a otros que pasean por Moscú en Polonia, por Buenos Aires en Barcelona, por Londres en Berlín, por Alejandría en Tánger, y se baten en duelo a muerte por cualquier cosa en cualquier estancia de la lejana Patagonia.

jueves, 13 de agosto de 2009

Recuerdos inventados


La vendedora de recuerdos carecía de ellos. Los había extirpado al salir de su país y con los inventados ahora se ganaba la vida.

martes, 11 de agosto de 2009

Yangón, ciudad silenciada


"Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano eternamente. (…) Sin embargo, las patrullas eran lo de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Policía del Pensamiento. (...) Esta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no conocer que se había realizado un acto de autosugestión".
1984, George Orwell

Cuando el extranjero sobrevoló y aterrizó en Yangón pensó que aquello no parecía una ciudad, y que aquella no ciudad parecía no pertenecer tampoco a ningún país en concreto. Desde el pequeño aeropuerto refugiado en medio de la selva con policías menudos de guerrera grande, y empleados uniformados para la ocasión, hasta los taxistas y autobuses de la Terminal, todo parecía de juguete. Los lugareños apostados en la puerta a la espera de clientes, eran pequeños Mowglis de enorme sonrisa ataviados con falda a modo de pareo (longy) y chanclas de colores. Inmediatamente lo rodearon peleando por ofrecerle sus servicios. Se preguntó qué habría detrás de todo aquél decorado exótico que invitaba directamente a la aventura y el descubrimiento. No quería dejarse engañar por las apariencias, ni quedarse en la superficie de lo que estaba viendo. Sabía que se trataba de un lugar boicoteado internacionalmente, que había tenido que volar porque las fronteras terrestres estaban desaconsejadas, que había tramitado un visado con la profesión falseada, y que era un país al que sólo con pronunciar su nombre ya se abría un debate político: ¿Myanmar o Birmania?, ¿Yangón o Rangún?... Con estas cavilaciones subió en uno de aquellos coches desvencijados y se dejó atrapar por el paisaje.

Al entrar en la ciudad, quedó fascinado. Como destapados de una gran cacerola al fuego, un hervidero humano de cinco millones de habitantes bullía alrededor de una gran stupa de oro abarrotando todas sus arterias. Carritos de víveres, tenderetes, autobuses y camiones arracimados de personas recorrían las calles como ascensores horizontales de un edificio interminable sin aparentar dirigirse a ninguna parte; balcones y ventanas rebosantes de ropa, caras curiosas asomando entre edificios coloniales que parecían no pertenecerles; cuchitriles amontonados de gremios artesanos; talleres, motores, interruptores, ruedas; griterío de mercado, rugidos mecánicos, tac-tac de máquinas de escribir; minaretes de mezquitas, stupas budistas, templos hindúes, pagodas, iglesias cristianas, sinagogas y centros comerciales de nombre occidental. Parecía que hubiesen colocado los edificios primero y a los hombres después. Maquetas fijas por un lado, y personajes sueltos por otro.

Mordida, despellejada, salpicada de vegetación en cada baldosa, grieta, o descascarillado. Madriguera, hormiguero de infrapobreza en sus afueras, y calor humano por todas partes. Así apareció ante los ojos del extranjero, Yangón, o Rangún, o como quisieran llamarle unos y otros. El caso es que bajo esa intensidad destartalada y desconcertante, se escondía un cóctel de innumerables ciudades encerradas en una sola. Y por encima de todo ese caos, Buda presidiéndolo todo desde sus capas de oro: acostado, sentado, levantado, duplicado, multiplicado. Y por debajo, invisible a los visitantes: detenciones, tortura, desapariciones, crímenes y represión marcial. Secretos y miedos confesados a media voz por ciudadanos asustados. Un gran hermano apenas perceptible pero presente y omnipresente en cada esquina, en cada vigilante camuflado, en cada mirada esquiva escondida tras una amplia sonrisa. Sí, el aislamiento de la ciudad y del país al exterior hablaba aquí por sí mismo en rumores acallados de taxi, bar o vivienda particular. Un régimen político de dictadura militar, y por lo tanto, de habitantes espiados, castigados, vejados y humillados, rompía la magia de esa ciudad que se podía amar u odiar, o las dos cosas a la vez, pero por la que era imposible pasar con indiferencia. Una ciudad que se movía en tres dimensiones inseparables: La espiritual: donde era imposible dar un paso sin cruzarse con alguno de los innumerables monjes budistas, toparse con un conjunto de templos sagrados, ricos e impecables, o descubrir el lugar más inverosímil de culto improvisado. La urbana: plagada de rutinas de paupérrima supervivencia y coexistencia étnica. Y finalmente, la sometida: de ciudadanos sin pasaporte, canal oficial de noticias manipuladas, canciones y espectáculos prohibidos, cibercafés clandestinos, destierros por trabajos forzados y arresto domiciliario de la figura más representativa de la voz del pueblo, elegida por mayoría en las elecciones y Nóbel de la Paz, Aung San Suu Kyi . En definitiva, una ciudad silenciada y acallada a base de intereses económicos nacionales e internacionales como tantas otras de ese tercer mundo, mudo todavía.


Publicado originalmente en la revista bifurcaciones [online]. núm. 9. World Wide Web document, URL: . ISSN 0718-1132







jueves, 30 de julio de 2009

A preguntas tontas...



Le preguntaron qué llevaría a una isla desierta. Pues... "Toda la ciudad para mí solo".

martes, 28 de julio de 2009

Test de Roschard en la M-30

“Cuatro carriles a mi disposición. Soy el rey. El señor de las carreteras”, -dice con euforia-. Y yo, con los sentidos vibrando a flor de piel miro al horizonte para no mirarlo a él. Hace tiempo que no soporto esa felicidad suya. Golpetea rítmicamente con la palma de la mano el borde de la ventanilla que abre sin preguntarme, dice que para sentir con más intensidad el éxtasis. Patético. Si supiera que por mucho aire que corra yo ya no puedo respirar. La velocidad del viento aumenta, mi rabia también. El pelo me azota la cara y la presión arterial me late en las sienes. Clava el pie en el acelerador y chilla despeinado y satisfecho desde su trono: “cumplidas una vez más las obligaciones de hijo pródigo, con ésta ya estamos arreglaos hasta el mes que viene”, y suelta una carcajada de hiena echando la cabeza hacia atrás. Le veo los empastes. Él sí que está arreglao pero a pedazos, ¡pedazo de Frankenstein!, ahí, con los brazos estirados más largos que las piernas apretando el volante y recostado en el asiento, aferrado con fuerza a los radiales de un círculo que dice le conduce a todas partes, que lo libera de todo. ¡Yo si quisiera liberarme de todo! ¡Ah! ¡Vuelta a casa!

Estamos a punto de entrar de nuevo en la ciudad, pero... ¿Qué pasa?... Todas las entradas cerradas. Carteles de desvío reconduciéndonos de una salida a otra, de una carretera a otra. Se desconcierta. Ya no es el rey. Ahora es un vasallo asustado en un laberinto sin salida. Más de una hora dando vueltas sin llegar a ninguna parte. ¿Qué ha pasado con el señor de las carreteras?, pregunto y río sin piedad. De un volantazo se desvía al andén y frena en seco. La hiena ya no ríe. Mira con ojos de animal herido y furioso. No dice nada. Sólo me mira con el odio transformado en desprecio, abre la puerta, da la vuelta por delante del coche hacia mi puerta. Me asusto. No sé lo que va a hacer. Se coloca de espaldas a mí y por sus movimientos intuyo que está sacando su pene, ese pene de mierda que ya no deseo. El charco en el suelo confirma. Está meando. Espero alerta su próxima reacción. Da la vuelta de nuevo pero esta vez por detrás del coche, una maniobra que no entiendo. Abre el capó, saca algo, lo imagino con un hierro en la mano golpeando la ventanilla y sacándome del pelo. No sé por qué pienso esto, nunca me ha hecho nada aunque a veces lo preferiría a sus miradas. Miradas que cree me imponen pero sólo me llenan de asco. Vuelve. Lleva agua en la mano. Me ofrece y me dice que callada estoy más guapa. Sube de nuevo, acelera y unos kilómetros más adelante se decide al azar por una de las improvisadas fronteras. “Necesito llegar. Descansar. Tengo que entrar como sea”, dice desesperado y cabreado. “El camino está despejado pero no se puede pasar, y no puedo comprender qué ocurre”, se dice a sí mismo, yo ya no le escucho. Dos policías nos hacen el alto. Él se acerca más. Para junto a ellos. Le advierten que no puede continuar, que por seguridad se han cerrado los accesos a la ciudad hasta nuevo aviso. Advierten seguridad para dar miedo, pero él no se arruga. Insiste. Pide más explicaciones. Negativo. Repetición de la jugada. Ahora suplica una excepción, no lo consigue y golpea la chapa del coche con impotencia y teatro. Se hace un silencio que ocupa otro espacio junto al nuestro. Incomodidad. Los policías miran callados y quietos. Él tampoco habla. Les lanza una de sus miradas estúpidas. Ya no hay palabras. Lo que había que decir por ambas partes ya está dicho, cada uno por dentro en su repetida postura; ellos impidiéndonos entrar, él, porque yo no cuento, intentando provocar una respuesta contraria. Silencio. Volvemos al coche. Se mira el reloj para controlar un tiempo que ya carece de sentido. Hace una hora era el rey de la carretera. Ahora no importa lo que diga ni como mire. Callo. Callan. Calla. Todos esperamos lo mismo pero desde posiciones opuestas: que alguien desista. Él asume nuestra posición por los dos, como siempre. Desiste. “No voy a pasar y ya está. Me doy por vencido”. Aparca el coche en la cuneta, deja su puerta abierta, da la vuelta y abre la mía. Sal, me dice. Salgo. Enciende la radio a todo volumen. Vuelve al capó y saca las morcillas, los chorizos y el pan del pueblo que siempre se trae para llenar la despensa hasta la próxima. Saca una toalla, la extiende en el suelo frente a los sorprendidos policías. Se sienta y coloca todas las cosas encima. Me llama. “Vamos a merendar”, dice, “siéntate conmigo, cariño”. Me sorprende esa amabilidad repentina pero la situación empieza a ser divertida. Unos minutos. Los policías nos hacen señales con la mano para que nos levantemos. Háganse a un lado, grita el más bajito. Otro coche se acerca reduciendo la velocidad sin entender qué pasa. Otro al que le van a quitar su reino, pienso. Aparca detrás de nosotros, son cuatro reyes los destronados. Tan desconcertados como nosotros se ríen nerviosos ante nuestra absurda protesta sentados allí en medio de la carretera rodeados de morcillas y chorizos. En un primer momento no saben qué hacer, después piden permiso para sentarse a nuestro lado. Lo tomamos como una actitud solidaria y los invitamos a la ilógica merienda. Ellos nos ofrecen cerveza. Sacan una nevera del coche y comienzan a repartir botes. Los policías hacen ademán de protesta otra vez, pero aparece otro coche, y otro coche más, y luego otro, y otro hasta que el número de gente es tan denso que los policías hacen la vista gorda. Están tan desconcertados como nosotros. Nos dan la espalda y se desentienden del tema. De repente empieza un cachondeo imprevisto contra ellos. Eh!, grita uno: “unas morcillitas, jefe”. Carcajadas. “Unas birras para los polis, hay no, que están de servicio”, grita otro. Carcajadas de nuevo. El poli bajito comienza a ponerse nervioso, deja caer el peso de una pierna sobre la otra mirando a su compañero. El otro es más alto y robusto, no hace nada, se limita a ofrecernos una espalda cuadrada y rígida bajo dos piernas abiertas en uve invertida por las que se ve la otra parte de la frontera que nos está prohibida. De vez en cuando se toca la porra y acaricia la funda de la pistola como una especie de advertencia.

Anochece. Las meriendas se han convertido en cenas, las bebidas en borrachera, y las radios de los vehículos sincronizadas en una fiesta. Una rave improvisada. La gente ya no recuerda porque está allí, sólo disfruta y yo entre ellos pensando que ojalá se detenga el tiempo y no entremos nunca. Los rostros de los casualmente concentrados allí ya no se distinguen. Sólo las voces ejercen el papel de cuerpo prestado a una silueta de hombre o mujer si estás cerca, de mancha gigantesca si te alejas, un inmenso test de Roschard sobre una M-30 abarrotada, un dibujo desparramado de sombras en una caravana extraña y desordenada.

Amanece. Y con la claridad del día todos sienten satisfacción por salir de la masa humana y recuperar de nuevo su aspecto de persona distinta e inconfundible y sus deseos de volver a casa. Todos menos yo.

lunes, 27 de julio de 2009

Un día en la playa

Hay días que uno por muy urbano que sea necesita de lo verde, entendiendo por lo verde, cualquier cosa fuera de la ciudad que no sea otra ciudad; levantarse con un pensamiento insólito de gorjeos de campo, penumbra de árboles mecidos por el viento o una arena blanda donde los pies desnudos reciban el contacto directo con la tierra. Y él, Don tal y cual, apodado así por abusar compulsivamente de este término, tenía uno de esos días. No lo pensó dos veces. Porque para Don tal y cual la playa quedaba tan lejos de su casa que pensarlo dos veces significaba renunciar. Sin coche, pues Don tal y cual no se atrevería jamás a coger el de la empresa fuera de horas de trabajo, lo mínimo que tenía hasta lo verde más cercano era una hora de autobús, un número de paradas infinitas, y una gran dosis de paciencia si pensaba en el regreso en que invertiría el proceso pero rebozado en arena y sal. Así que sin pensarlo dos veces, ni pensar en nada más que en lo verde, Don tal y cual, dirigido por ese mágico espejismo de palmeras paradisíacas y aire con brisa de mar que se le antojaba cada vez que pensaba en lo verde, se dejó arrastrar con resignación hacia la parada de autobús más cercana con una camiseta vieja, un pantalón corto, chanclas playeras, y una toalla enroscada bajo el brazo envolviendo el bañador y el libro de “Los hombres que no amaban a las mujeres” que recientemente le había regalado su mujer y que él había interpretado inmediatamente como un mensaje subliminal. Hacía tiempo que ya no se comunicaban de otra forma, sólo a través de códigos que a primera vista parecían inofensivos, claves secretas que sólo ellos entendían en su particular yincana de equipos contrarios; aunque, en este caso, ese título evidente del libro abría un nuevo espacio de claridad entre ellos hasta ahora inexplorado.

Don tal y cual, con su toalla enroscada bajo el brazo ocultando el bañador y su best-seller con el que algo quería decirle su mujer, buscó desesperadamente con la mirada un rinconcito, un recoveco bajo una palmera no demasiado alejada de la orilla del mar donde concentrarse a leer tranquilo y poder mojarse de vez en cuando la calva, esa vergonzosa parte de su cuero cabelludo que declarada en huelga había expulsado todo pelo esquirol logrando quedarse desierta en varios centímetros a la redonda como una miserable isla de nada, una coronilla que en cuanto se descuidaba y olvidaba la gorra en un día como éste adquiría un rojo intenso, brillante y aterciopelado difícil de ocultar aún cruzando estratégicamente a ambos lados el pelo blanco, largo y desgreñado de sus todavía poblados parietales. Pero fue imposible, por más que alargaba el cuello intentando captar alguna palmera frondosa, verde y libre, todas estaban ocupadas. Decidió entonces prescindir de lo verde y adentrarse lo más cerca de lo azul, lo azul sustituiría el frescor de lo verde; extendería la toalla en la arena o la colocaría sobre una de las hamacas desperdigadas a ambos lados de la pasarela de madera que lo había conducido a la orilla; esas hamacas regentadas por individuos de aspecto mafioso -vestidos de blanco: con riñonera blanca, gorra blanca, camiseta de tirantes blanca y un moreno discontinuo de franjas blancas- que apostados a la sombra de palmeras artificiales y fumando un cigarro tras otro perseguían con la mirada futuros clientes comodones como él. Los hamaqueros estaban allí sentados, al acecho, conversando como podían con esos otros personajes, nuevos para él, que no recordaba haber visto la última vez que necesitó de lo verde: las asiáticas, esas mujeres de ojos que miraban en horizontal a través de rendijas distantes y solitarias, y que cada cierto tiempo merodeaban a los bañistas para ofrecerles en su castellano plagado de eles, masajes reparadores, “¿quiele masaje bueno?, ¿quiele relajal tú? Con sus sombreros de paja, sus pantalones anchos, su camisa amplia y su lenguaje de vocales lleno de subidas y bajadas dejaban boquiabiertos a los hamaqueros de blanco cada vez que se sentaban con ellos a chamar cigarrillos negros. A Don tal y cual le hacía risa cómo hablaban entre sí hamaqueros y masajistas. Hablaban y hablaban inventando palabras con las que parecían entenderse, y lo hacían tan fuerte, que Don tal y cual pensó que junto a ellos sería incapaz de concentrarse en la lectura de esos mensajes secretos que su mujer quería hacerle llegar a través del libro. Se decidió por la arena a pesar de estar plagada de bultos y ondulaciones de ruedas de vehículos de limpieza y vigilancia, y no parecer cómoda en absoluto. Extendió por fin la toalla en la arena después de habérsela enrollado sobre la cintura y con ciertos desequilibrios haberse quitado el pantalón y colocado el bañador en su lugar. Había Don tal y cual extendido la toalla en dirección al sol, dispuesto su ropa bien doblada en el mismo centro para hacer de almohadón y había abierto su libro por la señal del separador colocada en una página al azar, aún no lo había empezado, y había leído también al azar paseando la vista por curiosidad en esa misma página una frase: “… simplemente es uno más de esos cabrones que siempre han odiado a las mujeres”, pues sí que empezamos bien, pensó. Por el rabillo del ojo, sin poder evitarlo, observaba un poco más allá del horizonte de la toalla a un grupo de mujeres ya de cierta edad, con sus risas y bañadores estrepitosos apretando esas mollas incontrolables sobresaliendo por todas partes cuando quedaban atrapadas en las costuras de sus extremidades, que con esos volúmenes de tronco, parecían mucho más delgadas. Coleópteros humanos, pensó, aquellas mujeres revoloteaban unas alrededor de otras frotando sus patitas de mosca, chirriando un debate de cotilleos y reflexiones absurdas que lo sacaban de quicio, chirriando actualidades de vidas ajenas e inalcanzables de mundillo rosa. Reinició la lectura varias veces, esta vez por la primera página, intentando prescindir de esos alrededores que ya nada tenían que ver con lo verde que había imaginado al salir de su casa, y cuando ya casi lo había conseguido, una nube de mariquitas enanas con caparazones rojos como su coronilla y pequeñas alas color naranja chocaron contra él. Eran choques opacos, con una contundencia dura; aunque él moviese con rapidez la parte del cuerpo en la que ellas se estrellaban, las mariquitas no se movían, se quedaban ahí quietas, torpes, como esperándose unas a otras. Don tal y cual se desprendía de ellas a base de casquilotes, lanzándolas lejos, panza arriba, aunque tras remover locamente sus patas con un aleteo conseguían darse la vuelta y emprender de nuevo su vuelo suicida. Al principio sólo era molesto, pero después era insoportable, y la rabia subía por Don tal y cual poco a poco hasta llegarle al cerebro con instintos asesinos. Ya no le bastaba con apartarlas a manotazos sino que deseaba rotundamente acabar con ellas. Logró derribar unas cuantas y en su pataleo bocarriba de mariquitas desesperadas echaba Don tal y cual gustosamente un puñado de arena con el pie sobre ellas y después las enterraba con el talón hasta asegurarse de una muerte definitiva. Aún así, alguna que otra volvía a salir del alud y a embestir contra él. Era imposible leer o concentrarse en nada aquella tarde de mierda que ni era de lo verde ni de nada.

Se habían instalado en él las mariquitas y ahora, ya de pie, era todo un cuerpo rojo, una coronilla extendida por toda la piel llena de motas negras. Un hombre rojo sobre una tarde verde. ¿Sería él realmente un hombre de los que no amaban a las mujeres?, fue su último pensamiento.



sábado, 18 de julio de 2009

Lentamente, amor muere en pequeños círculos


Lento, sigiloso, con pasos de primer hombre que camina por la luna, entre dunas de placer y repugnancia, con la respiración entrecortada y una erección incontenible bajo el pantalón, “celos” se abalanza como un desesperado, los brazos estirados, las manos alzadas en dedos corvos, los ojos saliendo de sus orbitas, el rostro congestionado. Un grito ahogado detrás de los dedos, pasos indecisos de víctima incrédula que retroceden, dos, tres veces, cinco. Con la misma lentitud con la que antes avanzaba “celos” ahora retrocede “amor” amenazado. Una música estridente golpea los oídos, eriza los poros de la piel, predispone. Rayos, truenos y gotas furiosas de tormenta atronan alrededor de esa casa amplificados por el sonido de un techo de Uralita. Un reloj lejano y gigantesco da doce campanadas, las ramas de los árboles azotan los cristales de las ventanas mientras diez dedos agarrotados se hunden en el cuello de “amor”, sobran dedos y sobran manos así que ambas se superponen formando una sola, una mano encima de otra mano, una sola que aprieta y aprieta por debajo de una boca pequeña que cada vez se hace más y más grande hasta que no cabe una gota más de aire, hasta que los ojos por encima de esa boca se dilatan obteniendo el mismo diámetro, la saliva apenas cabe en esa cavidad que ya no es garganta sino embudo. Jadeos, toses sin aliento, estertores, y por fin silencio, calma, paz. Muerte. Una muerte doble. Una por fuera y otra por dentro.
Ambos salen de la fila de butacas en silencio mientras la pantalla sigue con los créditos y la banda sonora allá detrás no deja de reproducir en sus cabezas la imagen de la última escena.
Cuando atraviesan la pesada puerta del cine es de noche, mientras encienden un cigarro, las aterradoras imágenes siguen en sus cabezas ahora ya sin música. Ninguno quiere ser el primero en opinar, no sabían el argumento al decidirse por esa película, simplemente una de miedo y ya está, y el silencio que provoca una ficción tan parecida a su propia realidad se prolonga unos minutos interminables mientras desvían la mirada observando al resto de público que ajeno a sus sentimientos sale de la sala comentando como si nada…

martes, 26 de mayo de 2009

A Benedetti


Tuvo una soledad tan concurrida. Lanzó su botella al mar. Hizo un cálculo de probabilidades, poemas como única variable, como contraofensiva, como un cuestionario no tradicional, como una batalla perdida o un grafiti sin muro todavía. Mirando a la luna hizo con ella un trato, un memorándum de compromiso. No te salves, pidió a los espíritus conformistas y acomodados provocando insomnios y duermevelas. Táctica y estrategia. En el zapping de los siglos, siempre quedará una primavera con una esquina rota, la vuelta de Mambrú o una tregua…

miércoles, 13 de mayo de 2009

Cuando el Sol se vuelve cuadrado

El pueblo era tan esquemático en sus costumbres que todo era allí cuadriculado. Todo tenía medida y límites, nada se permitía a la improvisación. El Sol salía todas las mañanas y era el motor para empezar a trabajar: sembraban, araban, esperaban o recogían el fruto según la estación. Cuando el Sol se ponía: paseaban, cenaban y se iban a dormir hasta el día siguiente y así sucedió durante años y años, tantos, que era imposible pensar que hubiese otro tipo de vida en cualquier otro lugar, hasta que una noche llegó aquel extraño personaje con sus premoniciones y teorías. No solía equivocarse, así que cuando vaticinaba que iba a llover, el cielo se cubría, las nubes se entrelazaban unas a otras y obedecían humildemente a su premonición. Otras veces, bastaba con que mirara a alguien detenidamente o hiciese un comentario desafortunado hacia cualquier persona para que ésta entrase en desgracia, preveía noticias y solía acertar tan de lleno que el pueblo entero empezó a esquivarlo. Si él aparecía por una esquina, inmediatamente quedaba desierta toda la calle, hasta los animales de los distintos corrales, mimetizados con sus dueños corrían locamente en contradirección cuando él se acercaba. Así ocurrió que desde donde él estaba instalado hasta la otra parte del pueblo, justo en las afueras, no había nadie.

Cuando el hombre empezó a sentir soledad, decidió hacer algo para volver a ganarse la confianza de la gente. Maquinó un plan. En vez de adelantar acontecimientos como había hecho hasta ahora, daría rodeos de esquina a esquina del pueblo con una gran pancarta en la que haría saber sólo lo que ocurriese en el pueblo de al lado.

El primer día se puso manos a la obra. Cortó un cuadrado de tela blanca de una sábana, cosió los extremos a dos ramas de árbol, y escribió con letra gigante para que desde muy lejos pudiera leerse con facilidad: “EN EL PUEBLO DE AL LADO VEN EL SOL CUADRADO”. Paseó por las calles sin gente alzando cuanto podía su pancarta para que desde cualquier ventana o rincón, cualquiera pudiese leerla. No obtuvo resultado. Al día siguiente se le ocurrió otra idea y probó a colocar la pancarta fija en la plaza del pueblo atada a los mástiles del Ayuntamiento y alejarse para que todos se acercaran sin temor a leerla, después se recluiría en su casa hasta ver resultados.

Atardecía y el Sol estaba ya tan bajo que casi podía tocarse con las manos. Vista desde lejos, la pancarta cubría justo el centro del Sol y sólo por los lados asomaban los rayos amarillos, tan acumulados en cada esquina, que aquello parecía el ojo de Dios bajado directamente del cielo. Horas más tarde, una comitiva aterrorizada del pueblo de al lado se adentró en la plaza gritando que el Sol se había vuelto cuadrado. Sólo había luz en las esquinas y en el centro había anochecido, en el centro todo eran sombras.

El hombre, permaneció escondido. No se atrevía a salir de la casa. Por primera vez no sabía vaticinar lo que ocurriría después de su nefasta idea, pues no sólo veía imposible recuperar a sus vecinos sino que ahora el pueblo de al lado también lo rechazaría. Cuando el Sol se escondió definitivamente, se reunieron en la plaza los vecinos de ambos pueblos con palos y antorchas. Quemaron la pancarta y acudieron a casa del extraño, la quemaron también, sin piedad y sin remordimientos. Había que salvar las tierras por encima de todo. No podían permitirse un Sol cuadrado. Cuando amaneció, respiraron tranquilos. Todo solucionado. El Sol volvía a ser redondo como siempre.

martes, 12 de mayo de 2009

La música no siempre amansa a las fieras


En el metro, al caer la tarde, en plena hora punta y en medio de la estación central, entre dos carteles de publicidad invitando a viajar al lejano oriente con vistas de pagodas, ríos con casas de madera en las orillas y budas de oro vistos desde el cielo, colocó su banqueta el violinista. Abrió la cremallera de la funda de su violín, y sin soltarlo, la colocó en el suelo abierta para recoger las monedas que le fuesen echando. Se sentó despacio, con ceremonia, vapuleando con gracia y por costumbre la cola de chaqué recién planchado para la ocasión, colocó su mentón sobre la barriga de su Stradivarius relajó el hombro y comenzó a tocar arrancando con la chacona de la Partita número 2 en Re menor de Juan Sebastián Bach.

Con arqueos de placer, atrapando entre hombro y barbilla cada nota, presionando el instrumento contra su cuello, se prolongaba el violinista sobre su violín hasta donde éste terminaba, allá donde las clavijas tensaban sus cuerdas, y donde su mano derecha, crispada en una danza como de patas de araña sentía cada vibración en el responder agudo, soberbio y tortuoso de la destreza de la otra mano, la izquierda, la que con los dedos describiendo una eme y empujados por un pulgar firme sujetaban la vara mágica que entrechocaba las cuerdas en el centro, rozándolas, rascándolas, puliéndolas con suavidad y con violencia, con ojos entrecerrados y gesto poseído por una muerte dulce, una mueca de dolor y delicia, regodeo y éxtasis.

La gente pasaba junto a él deprisa, a sus cosas, sin pararse, algunos le lanzaban alguna moneda mientras pasaban de largo, de vez en cuando alguien se paraba unos segundos junto a él para reanudar la marcha. Varios niños ralentizaron el paso de sus padres atraídos por la música. Dos policías le pidieron los papeles. Un par de mendigos se sentaron junto a él para alegrarse el día. Un ejecutivo depositó junto a la funda salpicada de céntimos de moneda una caja con un “Big mac” de MacDonalds y se alejó sin mirar por si ofendía. Una mujer de mediana edad dejó en el suelo una bufanda que pensaba regalar a su yerno. Un grupo de adolescentes lanzaron cigarros pero al no acertar en la funda rodaron hacia el par de mendigos que se los fumaron tranquilamente. Un mochilero arrojó un bonometro al que le quedaba un viaje.

El violinista seguía tocando extrañado por la ausencia de aplausos, por no importarle las toses, las melodías de móviles, las voces y el griterío. Se sentía mucho más feliz que la noche anterior en el gran teatro con el aforo completo. Para él también fue un descubrimiento. No había perdido su vocación.

Al día siguiente, un titular en todos los periódicos. La mayoría de los que había pasado ante el violinista el día anterior llevaba uno bajo el brazo, rezaba así:

“LA BELLEZA PASA DESAPERCIBIDA
Un virtuoso con un violín Stradivarius tasado en 3’5 millones de dólares, no logra llamar la atención de los viajeros del metro”

lunes, 11 de mayo de 2009

Cuidado con los deseos, a veces se cumplen

Aquel hombre llevaba toda la vida esperando que las cosas cambiaran, no hacía nada, pero esperaba sin decidir: algún milagro, una coincidencia, una inercia distinta que lo trasladase al mundo de los elegidos para darle sentido a esa vida anodina que llevaba desde que tuvo uso de razón. La más arriesgada de sus leyes imaginarias de supervivencia, de su código secreto para salir adelante, era dejarse llevar por las casualidades que le fuesen viniendo, aunque claro, éstas a él nunca le sucedían. Sin embargo como tantas otras veces, la casualidad estaba ahí delante de él, a su lado, a la vuelta de la esquina, en cada acto, en cada movimiento, rondándolo, mirándolo de frente mientras él miraba como siempre hacia otra parte, hacia su propio catálogo existencial.

Anotaba todo lo ocurrido en el día a día, es decir nada, en las hojas del calendario del año correspondiente colocado con un imán de quita y pon en la puerta de la nevera. La hora de levantarse, siempre la misma; desayuno, el mismo: levadura de cerveza y polen disuelto en zumo de naranja, un café y el primer cigarro del día; almacén: bronca con su padre, acreedores y proveedores; comida: cada día de la semana el plato correspondiente con ensalada, una pieza de fruta de temporada para el postre, otro café y el segundo cigarro del día; almacén por la tarde: pelea otra vez con los mismos y por lo mismo; vuelta a casa por el mismo camino andado y desandado durante tantos años que si le cortaran el tronco sus piernas caminarían por él sin dificultad yendo y viniendo hasta agotar la sangre que quedara en ellas; cena: yogurt con cereales y otro café con el último cigarro del día; programa de televisión: el que sea, el que aparezca en pantalla por defecto, no importa, no tiene preferencias; quedarse dormido en el sofá; pasarse a la cama. Dormir. Al día siguiente, anotará lo mismo en otra hoja en la que sólo variará el número del día y el día de la semana, y así todos los días año tras año.

Volvía de trabajar ensimismado con la reproducción una y otra vez en la cabeza de la última pelea con su padre. En el fondo, no eran tan distintos, pensaba, su padre había renunciado a todo por él y él lo había hecho también por su padre, menos mal que él no tenía hijos y esta maldita historia de renuncias se cortaría en él, en fin, que ya estaban en paz, uno a uno, ¿pero por qué su padre quería siempre más de él?, ya estaba harto, aunque esta vez sí que haría lo que siempre había querido hacer. Nada. Nada y punto. Tenía la edad justa para jubilarse y eso es lo que haría el mes próximo. Si su padre quería seguir trabajando para mantener la tradición y estar en forma, él prefería jubilarse aunque con ello obtuviera la muerte. Según su padre, la jubilación era la muerte, el irse dejando poco a poco, el no tener nada que hacer, eso era la muerte en vida para su padre, lo que no sabía su padre es que él llevaba muerto mucho tiempo, tanto que no le importaba morirse de otra manera. Por fin anotaría algo distinto en el día uno del próximo mes: “hoy me jubilo”, anotaría, júbilo, eso es lo que sentiría, júbilo de jubilarse, de desecharse, de apartarse del mundo laboral, jubileo de que las cosas cambiaran.

Y llegó el día. Callejeó perezosamente sin rumbo fijo por las calles de su ciudad, desconocida excepto en el tramo del almacén a su casa. Anotaría cada uno de sus recorridos en el calendario, y cada cosa que le ocurriese…

Tres días después escribiría en el calendario: hoy ha muerto mi padre. Velatorio a las cinco de la tarde. Fue a velar a su padre muerto. En herencia le dejaba el taller suplicándole que se hiciese cargo y que buscase un encargado que lo sucediese en el futuro, que al no tener descendientes, dejase el negocio en manos de dicho encargado y con la misma súplica que le hacía él en ese momento, que por ningún concepto lo cerrara, que de lo contrario, su vida no habría valido la pena. Volvió a pelearse con su padre ya muerto, y aún muerto ganaba la última batalla, seguía arruinándole la vida. El destino es una montaña y yo no soy escalador se decía mientras rezaba un Ave María por su padre muerto. No acepto, dijo en el amén.

Colocó un anuncio en el periódico ofreciendo el negocio gratis sólo a cambio de trabajo. Nadie contestó. Parecía un timo, nadie regala nada. Cambió el anuncio y pidió un precio razonable. Tres candidatos quedaron con él a lo largo de la semana, así que anotó en el calendario en la hoja del lunes a uno, en la del miércoles a otro, y en la del viernes al tercero, todos a la misma hora, a las cinco de la tarde. ¿Por qué todas las cosas parece que pasan de pronto ahora?, ni siquiera tenía una idea clara de lo que esperaba de estos encuentros. Recordó sin saber por qué el dibujo de su primer cuento en que una boa se había comido un elefante y era confundida por los adultos con un sombrero, qué estupidez, pero estos tres hombres con los que se había citado y que pensaba comerse con tal de alejar de sí el taller de su padre serían un gran sombrero para él y seguramente, le vendría grande en cuanto lo colocase sobre su cabeza. Con el hombre del lunes no llegó a un acuerdo así que esperó impaciente al miércoles, pero ese hombre no apareció así que el viernes sería su gran día, el hombre viernes fuese como fuese y le ofreciera lo que le ofreciese sería su salvador, no quería volver a saber nada del almacén. Y así fue. Viernes era joven, listo y con ganas de trabajar. Le propuso algo que superó todas las expectativas de la casualidad: vender el local, comprar una autocaravana y montar allí el taller itinerante ofreciendo sus servicios cada día en una ciudad distinta, de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, a donde les llevase el destino y la casualidad. Nombró el hombre viernes la palabra mágica y aquél que llevaba toda la vida esperando que las cosas cambiaran cambio su destino en ese mismo instante. No más calendario, no más piernas sueltas caminando entre dos puntos fijos, no más peleas con su padre muerto… Salió a la calle eufórico por su decisión. Por fin tomaba una decisión, por fin huiría de la insoportable sombra de su padre. Compró un helado y se lo comió a deshora, se fumó un cigarro que excedería del número previsto para ese día y hasta se atrevió a gritar de incontinencia emocional en medio de la calle.

Lo que no sabía entonces es que pasado un tiempo lloraría por recuperar aquel otro tiempo perdido en su antigua casa, con sus hojas de calendario en las que siempre ponía lo mismo, sus caminatas del taller a casa y de casa al taller y por su pobre padre que ahora ya carecía de culpa. Comprendería tras recorrer infinitos caminos que en el fondo nunca le interesaron lo suficiente, que los placeres que comporta la ignorancia del mundo, a veces, son mejores que los placeres del conocimiento consumido en vivo y en directo.



sábado, 18 de abril de 2009

Encuentro carnal con el arte


Me bastaba con estar allí, en la calle, al caer la tarde, por barrios desconocidos y oscuros donde la luz sólo apareciese tenue en las lunas de los comercios a punto de cerrar. De puro abatimiento, a esas horas sólo deseaba pasear la noche a la búsqueda de una víctima apetecible.
No, la pintura no está hecha para decorar las habitaciones. Es un instrumento de guerra ofensivo y defensivo contra el enemigo. (Pablo Picasso). Esta frase colgada en la pared bajo una fotocopia cochambrosa del “Guernica” fue lo primero que encontré al entrar en una pequeña pensión regentada por un individuo con el que compartí un extraño descubrimiento.

El secreto de los rostros de Picasso: aristados, superpuestos en facciones de ojos y narices amontonadas, bocas torcidas y expresiones distorsionadas lo descubrí por casualidad esa misma noche en la que después de llorar al amor perdido como siempre, con los ojos todavía hinchados y henchidos en revancha, acabé en esa pensión de mala muerte desamando a un completo desconocido, un tipo que se movió encima de mí, compulsivo y arrítmico, dominador y apremiante.
Mis ojos irritados y su proximidad exagerada consiguieron el hechizo. Entonces lo comprendí, él era uno y todos los amantes a la vez, cualquiera de los personajes de mi propio "Guernica". Los innumerables y persistentes avances y retrocesos cara a cara daban al óvalo de su rostro una figura de aguja en la que se aglutinaban superponiéndose miles de ojos, narices y bocas a la vez.

Arremetía contra mí el monstruo polimorfo balbuciendo no se qué cosas cuando en ese instante de connivencia Picassiana, de repente, Leonardo da Vinci entró en acción y me atrapó. Una mosca perseguida muy de cerca por si misma recorría el cristal del espejo sujeto al techo de la habitación reproduciendo la escena. Ahora se detenía. Frotaba con fruición sus patas delanteras y proseguía camino hacia una reproducción de La Mona Lisa que sonreía descaradamente desde la pared frente a la cama y que también quedaba reflejada en el cristal. La Gioconda mirando de soslayo a la estúpida mosca que ahora cruzaba su boca destruyendo la sorna secreta que la caracterizaba para convertirla en una mueca de asombro, un !oh! pequeño, ridículo, negro y con patas con el que yo me identificaba en ese momento.
Los dos ojos de aquél hombre de mirada hambrienta, ya no guardaban linealidad ni separación, uno de ellos se desdoblaba en el otro, y el otro en el otro, partiendo todos desde su frente en hilera hacia su nariz. Un racimo de uvas-ojo sobre una nariz que a su vez, se desdoblaba hacia una mejilla, la del mismo lado de los ojos enramados, y su boca, esa abertura jadeante y horizontal en un primer momento era ahora una hendidura vertical que abría su rostro en dos como si estuviera roto. La barbilla picuda miraba hacia el otro lado y el pómulo opuesto subía peligrosamente hacia un cráneo ovalado y feliz.

viernes, 17 de abril de 2009

Tropezar con el pasado


Lo peor que puede ocurrirle a uno en un autobús es:

a) Encontrarse a un amigo de la infancia que no se ha visto en veinte años.
b) Intentar esquivarlo y que sea imposible.
c) Mentirle para marcharte y volvértelo a encontrar.

En los minutos que puedan separar tu parada de la del otro, enjaulado y sometido a un acercamiento irreversible del que no vas a salir indemne, y ante la inesperada intromisión del pasado en el presente cuando tienes prisa y además piensas que no volverás a ver a esa persona en otros tantos años o nunca, sólo tienes tres opciones y cada una de las tres será siempre todavía más desalentadora que la anterior.

a) Puedes iniciar una conversación trivial en el caso que decidas hacer frente a la situación sobrevenida.
b) Puedes hacerte el despistado y no apartar la vista de la ventanilla hasta bajar.
c) Puedes fingir no reconocer a la persona o hacerla creer que tú no eres tú.

Si no te es posible adoptar ninguna de ellas, si no hay escapatoria porque esa persona se abalanza sobre ti con un par de besos y facciones ensanchadas por la emoción de verte, si no hay más remedio que sucumbir a lo inevitable porque la situación ha superado todas las expectativas y estás a mitad de trayecto, entonces, si no sabes que hacer, mientras aprietas con insistencia el botón de próxima parada y antes de verte obligado a rememorar aquellos maravillosos años odiándote a ti mismo por ello y a él por iniciar esa conversación, o antes de hablar del tiempo con la sensación de estarlo perdiendo en un ataque de estupidez a dúo, o de hablar del estado civil de cada uno, o de lo que sea, antes, hay que tener siempre un objetivo prioritario, una fórmula redonda y contundente, una ecuación donde el factor X sea indespejable: no entrar nunca en lo que se está haciendo en el presente ni en ningún otro tipo de intimidad posible por pequeña que sea.

Justo cuando acogiéndome a la segunda de mis opciones, -la primera no debe escogerse voluntariamente jamás-, había logrado esquivar el encuentro y me asía alternando con una mano y otra las distintas correas de sujeción que oscilan en la barra superior del vehículo con tanta intensidad que podría haberme quedado allí colgado para siempre, justo cuándo había logrado llegar a la voluta más próxima a la puerta de salida y sentía ya el vértigo del triunfo, noté una proximidad y supe que las opciones b) y c) quedaban eliminadas y que entraría de lleno en la a) sin poder remediarlo. Mi compañero de pupitre del último colegio dónde estuve, el más listo de la clase, trajeado y oliendo a colonia de anuncio me saludaba cordialmente mientras golpeaba amistosamente con una de sus manos el muro de mi espalda. Me asaltaron todos los recuerdos de inmediato. Los humillantes suspensos en todas las materias menos en matemáticas, las burlas de los demás compañeros, los apodos infames.

- ¿Te bajas aquí?, - ¡Pitagorín! - preguntó de repente.

- ¡Eh! - dije intentando parecer lo más sorprendido posible, y odiándome por ello me atropellé a decir- ¡cuánto tiempo! ¿Qué tal?

- Bien, ¿Y tú?

- Muy bien, ¡hasta luego! – grité mientras la puerta se abría y prácticamente me tiraba al asfalto.
-¡Yo también me bajo aquí! -se apresuró a decir él mientras imitaba mi salto al vacío.

Mis intenciones fueron echar a correr con una excusa pero algo me contuvo no sé por qué. No recordaba su nombre, así que tuve que improvisar y caí de pleno en el primer objetivo prioritario a esquivar: mi vida personal.

- Me dirigía a una entrevista de trabajo, dije prácticamente poseído por alguien que no era yo. - Debo empalmar con otro autobús y tengo mucha prisa porque como siempre, llego tarde. Me atolondré, estaba dándole todo tipo de detalles. Sin embargo me conmovió que él, ante mi sinceridad, él, el alumno más aventajado del colegio, me confesara bajando la voz como en una especie de secreto que también se dirigía a una entrevista de trabajo. ¡Menos mal, no era yo el único fracasado!, pensé, si éste que era el empollón también estaba parado, entonces no me había ido tan mal como creía, al fin y al cabo habíamos terminado en el mismo sitio, ¿no?, y yo estaba casi seguro de haber aprovechado mucho mejor todos aquellos años en los que no nos habíamos visto aunque ahora tuviese que pagar por ello. El verlo tan acorralado por la vida como yo, me hizo sentir bien. Era una de esas alegrías tontas que devuelve el destino en el momento más desesperado. Sin embargo, agotado el tema me molestaba su presencia para pensar, y además, no me apetecía contarle más cosas de mi vida sorprendiéndome a mí mismo al hacerlo ni escuchar de la suya que preveía aburrida.

Me despedí con la típica frase: “a ver si nos vemos un día con más calma” e intenté escabullirme doblando la esquina y dando un rodeo para llegar a otra parada de Bus que me acercase a donde iba. Di una vuelta tonta a la manzana, la parada estaba pegada a la anterior, pero merecía la pena esa treta y poder llevar a cabo la segunda opción que pensé en el primer momento que lo vi. Cuando doblé la esquina que me dejaba en el mismo sitio donde nos habíamos despedido, descubrí que él continuaba allí, esperando un autobús que con mi suerte, sería el mismo que pretendía coger yo. Lo más catastrófico de todo es que él también me había visto. ¿Como reaccionar ahora? Mi mente trabajó más rápido que nunca para inventar una excusa, algo creíble que diera validez a mi estúpida vuelta. Me acerqué y le dije:

- Tenía tres visitas en mi lista de entrevistas. La primera era aquí detrás, pero no entiendo por qué está cerrado, para la segunda tengo que coger el 69, ¿cual esperas tú?
- ¡Yo también!, ¿vas al anuncio que salió ayer en mundo laboral?
- Si, - dije con la mirada perdida para cortar la conversación.
- Y a lo que acabas de ir ahora, ¿dónde se anunciaba? me he repasado toda la prensa y no he visto nada por esta zona.

Volvieron a abrírseme tres nuevas opciones, y esta vez, cada una de ellas todavía más apetecible que la primera:

a) Mandarlo a la mierda.
b) Confesarle la verdad.
c) Mentirle de nuevo.

sábado, 21 de febrero de 2009

Atrapado en el tiempo


Después de haber construido su máquina del tiempo, subirse en ella, y probar distintas épocas, comprendió que su esfuerzo había sido inútil, que algún inútil o inútiles había borrado la memoria del tiempo y éste había dejado de existir. Solo podía entonces quedarse en el puro instante, un presente que ni siquiera era tal ya que si todo aquello que veía y que constituía su realidad era bajo una mirada a la velocidad de la luz, habrían siempre unos nanosegundos inexistentes. Sintió pavor. Necesitaba ahora inventar una máquina que corriese más que la luz y atrapase esos vacíos de instante que debían habérsele perdido por algún sitio.

lunes, 16 de febrero de 2009

Intuiciones

Con la manga del suéter retiró el vaho del cristal, no paraba de llover y el gentío de hora punta corría atolondrado para no mojarse. La estación desbordada, escupía gente por todas partes y le impedía comprobar que sus pertenencias seguían allí abajo, en esa boca abierta de autobús en la que se introducían maletas a empujones esquivando el goteo de agua sucia que escurría por los bordes. Las dejaban allí sin más y subían despreocupados a buscar su asiento. No estaba tranquila, la fauna que merodeaba los alrededores de cada vehículo sin decidirse a subir a ninguno parecía estar esperando algún descuido. Aquellos equipajes estaban expuestos a un robo fácil. No había más que correr, agarrar, y volver a correr con el botín en la mano. En fin, que ella no temía que le robaran algo de valor porque no llevaba joyas, ni dinero, ni nada por el estilo, pero había tres objetos irreemplazables, tres objetos imprescindibles que desaparecidos convertirían en absurdos los otros tres, esos que llevaba consigo apretujados contra el asiento: el móvil, la cámara de fotos, y el portátil. Sus respectivos cargadores iban en la maleta expuesta ahora a las fantasías y deseos de cualquier desocupado que aguardara pacientemente la oportunidad del día. Tenía que haberlo puesto todo junto, pero el maletín no daba tanto de sí, de momento llevaba todas las baterías cargadas.
Mientras, no perdía ojo a su maleta y en ese mismo punto de mira observó a una pareja que se deshacía en besos mordiscos y apretones en una despedida sin fin. Como mis objetos, pensó, ahora separados y sin embargo anoche recargándose apretados en el banco de la cocina, debería de haber más enchufes en casa. Por un momento olvidó la vigilancia y curioseó a su alrededor. Los amantes habían captado la atención entusiasta de unos adolescentes que sentados en el suelo y rodeados de mochilas se daban codazos y empellones señalándolos con el dedo. Habían cortado la conversación de una pareja de padres de mediana edad que ante el espectáculo introdujeron de inmediato a su hijo en el autocar mirándolos con reprobación, y de una señora de la limpieza que apoyada en el palo del mocho los miraba moviendo la cabeza negativamente. Comprobó de nuevo su equipaje y apostó por cual de los dos caníbales subiría a su autobús. Lo hizo por la chica, llevaba una rosa en la mano, así que supuso que era ella la que iba a marcharse, él no le habría regalado una flor para casa, pero sí para el camino. Su aspecto era primitivo, perruno, asilvestrado, del tipo de los que no se les ocurre otra cosa que una flor para cubrir ausencias o despedidas. Se equivocó. Fue él el que con un rugido del motor subió en dos saltos al autobús y se repantigó en el asiento de atrás. Dejó de verlo pero lo sintió y lo escuchó tan cerca… Todo en él empezaba a sacarla de quicio. Golpeaba ahora el cristal para responder a los gestos de su chica que no dejaba de mover la mano en un adiós permanente. Seguían deshaciéndose pero ahora en besos volátiles; de la mano al aire y del aire a la ventanilla y de la ventanilla a ella o a él que recogía cada uno de ellos a gritos: "éste me ha llegao, y éste, ¡toma! (saltando del asiento), éste también". Las fauces del vehículo cerraron por fin sus puertas y se recostó tranquila sabiendo que sus pertenencias estaban a salvo. Accionó la palanca para bajar el respaldo a una posición más cómoda pero no pudo llegar al final: unos golpecitos en la cabeza, una frase: "¡Oiga, que me chafa las piernas!" y un empujón en el asiento lo impidieron. No quiso volverse, le pidió perdón un tanto cabreada y soltó la palanca de golpe. Un segundo después volvió a accionarla muy suave para recostarse unos milímetros, pero inmediatamente volvieron los golpecillos en la cabeza "¡¿no me he explicao?!" volvió a insistir el chaval. Presintiendo un mal viaje desistió y buscó cambiarse de sitio pero todos lo asientos estaban ocupados. Habrían recorrido tan sólo un par de kilómetros cuando empezó a sentir el mal olor, un olor a sudor penetrante, repugnante, un olor a pies. Ese profundo e inconfundible olor a queso podrido y pies sucios. Imaginó las zapatillas raídas fuera de los pies de él debajo de su asiento. Se agachó para comprobarlo y esta vez si que acertó. Efectivamente, los pies descalzos estaban debajo de ella. Lo pensó dos veces y se decidió a decirle que se los pusiera no sin cierto nerviosismo. Se giró para hacerlo pero se había dormido. Desistió y se puso el abrigo en la nariz. Miró a las personas que estaban al lado y también dormían así que cerró los ojos e intentó hacer lo mismo. “Tara-ra-ra… ta-ra-rá” escuchó detrás. No podía creerlo, era él. Paralizó su respiración y de repente otro olor se mezcló con el de los pies. ¡Estaba fumando!, el chaval fumaba y echaba el humo por el hueco de su asiento. A los cinco minutos el conductor gritó: ¿Hay alguien fumando?, ¡no se puede fumar aquí! El chaval se levantó de golpe con el cigarro en una mano y una navaja en la otra. “¡Pare!”, dijo. La miró y le pidió el maletín, después cogió dos bolsos más de los primeros asientos y pidió al conductor que le abriese la puerta. Las fauces del vehículo volvieron a abrirse, él bajó y se alejó ante el estupor de los pasajeros y de ella que pensó que ahora sí tendría que tirar los cargadores.

viernes, 13 de febrero de 2009

La Habitación 101 o las cárceles del alma


101 T u s¿Que?101
101 Las N peores, pero Más las O 101
101
En T miedos piedad por
E 101
101
En S bajezas aullarás
A 101
101 L
recelos reptarás en
V 101
101 A
roturas, rogarás a
S 101
101
a P fobias, pedirás
O 101
101 R
vomitarás a
Q 101
101 U
rizadas en E 101
101 L
s o b r e A, 101
101 C sobre A, sobre R, sobre C, sobre E, sobre L ,
HAbITAcIÓN101ESTÁdENTROdETÍ

jueves, 12 de febrero de 2009

Panóptico unifamiliar


En cada círculo una vivienda, en tu vivienda círculos concéntricos alrededor de un mismo espacio. La necesidad que experimentabas de disfrutar de un lugar donde protegerte de la vigilancia de los demás y del asedio de miradas ajenas. Por fin las llaves. Estrenar piso. Placer interruptus. Presencias, sentí presencias por todas partes en aquella casa redonda de mis sueños. Ojos perseguidores de los que sólo podía esconderme entrando en otra habitación dónde otros ojos escrutadores estarían a su vez mirándome, un gran facebook vecinal al que no logré acostumbrarme. El diámetro interior del edificio era tan pequeño que prácticamente todos los inquilinos podíamos vernos a la vez desde esas ventanas curvas que contornando el patio de luces perfilaba cada una de las viviendas. Pensaba a menudo horrorizado en el universo de vecinos curiosos que girarían a mi alrededor como en “La semilla del Diablo” cuando todos los sin alma asomaban la cabeza sobre la cuna de un Satanás recién nacido. Cabezas ampliadas y distorsionadas del cuerpo como vistas a través de una bola de Navidad o de un espejo deformante. Todo el espacio cósmico estaba ahí, pensé al comprarla, todas las constelaciones reunidas, pero en lo que no pensé es en todos los satélites humanos rotando sobre su propio eje y alrededor del mío, seres extraños y conocidos a la vez, observados y observando donde menos lo esperara. Ver-ser visto, binomio inquietante donde hasta el menor movimiento podía estar controlado y previsto. Observación sin comunicación, vigilancia constante que sacaba de quicio.
Una mañana me asomé por una de las ventanas de mi propio círculo. Las otras, las de enfrente, me rodeaban en un cinturón de posibles ojos observadores encontrándose en un mismo punto, el mío, aunque también podían no mirarme a mí, sino a otro vecino, ¿y cómo saber a quién o a dónde miraban? Saqué el móvil del bolsillo y disparé una foto, quizá ella pudiese captar mejor que mi ojo cualquier asomo al cotilleo. Inmediatamente una ráfaga de flashes me cegaron, un batallón de móviles me fotografiaron y no pude descubrir de dónde provenían, en una curva tan perfecta los ataques podían llover desde cualquier parte. ¿Me habrían fotografiado fotografiándolos yo a la vez? Imaginaba móviles suspendidos sobre manos curiosas que espiaban otros móviles suspendidos en manos similares de otros. Una vinculación abstracta entre personas encerradas en distintos espacios abiertos los unos a los otros por ojos circulares. Un vértigo me recorrió el cuerpo. Interminables vistas, sentidos, intuiciones escrutadoras observándose a la vez. Ojos. Fuerzas espirituales y sensoriales liberando combinaciones de pensamientos entrecruzados. Ojos encallados, añorantes, ojos invisibles, ojos con voz, atentos, penetrantes, negros, azules, verdes, grises, ojos de lunes, de viernes, de primavera, de invierno, otoñales, veraniegos, ojos vitales, ojos muertos y amortajados, ojos nostálgicos, ojos olvidados, ojos insistentes, todas las categorías visivas en un solo ojo poliédrico y gigantesco.

sábado, 31 de enero de 2009

Cartel en una torre para suicidas en la que siempre llueve...


Desde aquí, desde lo alto, todo más claro. Lo grande, pequeño. Lo pequeño, claro. En la distancia, revelación. ¡Vuela!, vuela hacia esa realidad de maqueta, hacia esa realidad lenta de hombres hormiga, de objetos reducidos a simplicidad de juguete, de figuras que desde cualquier ángulo son laberinto sin salida, como tú, que formarás parte de ellas en un momento. ¡Lánzate!, ¡déjate caer, que ya te esperan! ¡No lo pienses! El asfalto mojado subirá en efluvios de último deseo para acompañarte en el último viaje hacia el abismo, ese abismo al que ya no tienes miedo y al que llegará tu nariz tantas veces reconstruida... ¡Ánimo!, ¡sólo es un paso!

viernes, 23 de enero de 2009

Los manipuladores se reconocen entre sí


Nunca me había llevado a su madriguera. La fiera como la llamaban los demás y yo también sin conocerla, no solía dejarse ver. Mi trabajo y el suyo no requerían una presencia mutua así que el contacto se limitaba a un cortés trato telefónico. No entendía por qué ahora me llamaba con urgencia para citarme al día siguiente a primera hora en su guarida. ¿Iba a sermonearme por algo?, ¿qué habría hecho yo?, ¿por qué no había llamado a nadie más? No se me ocurría nada en concreto y a la vez muchas cosas…, no sé, fuera lo que fuese quería estar preparado. Su apodo no era broma, sabía por los comentarios que se lo había ganado a pulso así que pensé en todos los errores que pudiese haber cometido últimamente o en los posibles excesos de confianza telefónicos o telemáticos ya que no había otra posibilidad. Es verdad que a diario entraba en mi correo personal y accedía a páginas que no tenían que ver con el trabajo, pero eso lo hacían todos y me había llamado sólo a mí, la cosa debía ir por otros derroteros. Lo del televisor portátil era imposible que lo supiese, nadie podía haberme chivateado porque todos disfrutaban de él tanto como yo y además estaba oculto entre mamotretos y guías de páginas amarillas. No, no había nada especial de lo que pudiese acusarme, tampoco temía el despido, mi antigüedad era considerable y por detrás de mí había varios más, en fin que recorrí el pasillo que conducía a su garita a treinta y tres revoluciones por minuto frente a las cuarenta y cinco a las que iba mi cerebro. Golpee la puerta con suavidad, tres golpes con el hueso del índice en gancho y el resto de la mano apretada hasta el dolor, entré en su despacho y puse cara de nada, de momento vacío entre el pasado y el futuro que parecía iba a forjarse dentro de aquél recinto. Examiné con rapidez y a la desesperada la decoración en busca de algún punto débil por donde contraatacar en caso de necesidad, la incertidumbre me estaba matando. Me senté frente a la fiera obedeciendo a su gesto dactilar: un dedo convertido en flecha que me atravesó de pleno. Si era a lo Guillermo Tell perdonándome la vida o envenenada, tendría que adivinarlo después porque toda mi atención fue a parar a una uña larga de cerámica que sobresalía exageradamente de su dedo: blanca en la cutícula y plateada en el exterior. Pensé que bajo esa apariencia de mujer fatal debía palpitar un corazón infantil a juzgar por las dos pegatinas de hadas que sujetaban cuajadas de estrellas cada perfil de su ordenador. El calendario de sobremesa no estaba tachado, tampoco con anotaciones en los márgenes ni colores que indicaran alguna fecha en especial, sólo en cada número de días pasados había un círculo de confirmación, como si dejase pasar el tiempo porque sí. ¿Cómo los contabilizaría, serían un día más o uno menos de su vida?, ¿era esa vida anodina, o galopante? En los cursos de empresa sobre empatía o trabajo en equipo decían que quien dibuja círculos es afectivo y quien dibuja cuadrados u otras geometrías, frío o distante. Pensé entonces que bajo esa garra tigresa podría esconderse un alma candida y sentimental a la que podría enternecer con una historia de infancia con llave al cuello, padres proletarios y televisor de niñera en caso de que fuese eso de lo que iba a acusarme. O a lo mejor, era de las que se lo creen y toman en serio su papel y caen en la trampa de “soy buena, voy a hacer el bien” y sólo quiere conocerme, poner cara a mi voz, pero ¿por qué ahora? No, su actitud no me decía eso, tenía cara de: voy a despedirte. No quería mirarla así que adopté una postura de sumisión que pudiera desarmarla y miré hacia el suelo. Por debajo de la mesa asomaban dos triángulos cuyos vértices apuntaban desafiantes y sin piedad hacia mis pobres zapatillas. Dos puntas de zapato a las que yo añadí mentalmente un gran tacón de aguja y unas medias de rejilla. ¡Coqueta! ¡Vale! También es coqueta, eso podría permitirme un punto adulador si me veía apurado, y hasta zalamero en caso de emergencia. ¿O era acaso una Cruella de Vil?: pelo largo y negro, nariz de halcón, ojos de sombra oscura, mujer malvada profunda y sensual. Recordé la canción: “Cruella de Vil, es todo un espanto, Cruella de Vil, la carne de gallina te pondrá, Cruella Cruella… humana no es, no sé qué será, y cual feroz bestia se debe enjaular. El mundo mucho más feliz, sin esa Cruella de Vil.”
Ella no hablaba, sólo miraba insistente y golpeaba con un lápiz la mesa mientras yo perdía el juicio. Imaginé en mi delirio que nos estábamos comunicando en morse y hasta traté de averiguar el mensaje. Quiere despedirme y no sabe como hacerlo, eso me dijo el repiqueteo, intenté contestarle con el pie pero la moqueta amordazó mi grito desesperado de: no voy a dejarme machacar, estamos en el primer asalto, déjame que te explique, el ring es pequeño y estoy contra las cuerdas. Peso pluma contra peso pesado. Levanté la vista y miré al teléfono rogándole que sonara, necesitaba tiempo para pensar lo que iba a decir. De momento estábamos uno a cero a su favor, ya no aguantaba más. Pero no, no podía hundirme. Decidí mantener su mirada. Duelo de miradas. El que hable primero pierde. Que diga algo, por favor, supliqué, que corte esa sonrisa entre el beneplácito y la repulsión, que pare con el lápiz, me está sacando de quicio, pero no voy a demostrárselo. La calma es lo último que hay que perder, ella lo sabe, y yo también. Guardar silencio es un arte y requiere un lenguaje corporal adecuado, no me moveré. ¡Quieto!, ¡no muevas ni un pelo! Deja que sea la fiera la que se delate, que crea que te está acorralando.
Cuando terminó de juguetear conmigo, su zarpa volvió a señalarme. De su boca salieron tres palabras: “¿Me traes café?”
Salí de allí interpretando la Marcha Radeski del concierto de Navidad, disparando fuegos artificiales. ¡No me había despedido! Me había convertido en uno de sus dálmatas. Cruella de Vil me había robado. Ahora era su asistente personal. Había conseguido amansar a la fiera. Aunque sabía que acababa de firmar mi sentencia de muerte. Una vez utilizado y devorado dejaría mi cadáver abandonado a merced de los buitres.