Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

sábado, 31 de enero de 2009

Cartel en una torre para suicidas en la que siempre llueve...


Desde aquí, desde lo alto, todo más claro. Lo grande, pequeño. Lo pequeño, claro. En la distancia, revelación. ¡Vuela!, vuela hacia esa realidad de maqueta, hacia esa realidad lenta de hombres hormiga, de objetos reducidos a simplicidad de juguete, de figuras que desde cualquier ángulo son laberinto sin salida, como tú, que formarás parte de ellas en un momento. ¡Lánzate!, ¡déjate caer, que ya te esperan! ¡No lo pienses! El asfalto mojado subirá en efluvios de último deseo para acompañarte en el último viaje hacia el abismo, ese abismo al que ya no tienes miedo y al que llegará tu nariz tantas veces reconstruida... ¡Ánimo!, ¡sólo es un paso!

viernes, 23 de enero de 2009

Los manipuladores se reconocen entre sí


Nunca me había llevado a su madriguera. La fiera como la llamaban los demás y yo también sin conocerla, no solía dejarse ver. Mi trabajo y el suyo no requerían una presencia mutua así que el contacto se limitaba a un cortés trato telefónico. No entendía por qué ahora me llamaba con urgencia para citarme al día siguiente a primera hora en su guarida. ¿Iba a sermonearme por algo?, ¿qué habría hecho yo?, ¿por qué no había llamado a nadie más? No se me ocurría nada en concreto y a la vez muchas cosas…, no sé, fuera lo que fuese quería estar preparado. Su apodo no era broma, sabía por los comentarios que se lo había ganado a pulso así que pensé en todos los errores que pudiese haber cometido últimamente o en los posibles excesos de confianza telefónicos o telemáticos ya que no había otra posibilidad. Es verdad que a diario entraba en mi correo personal y accedía a páginas que no tenían que ver con el trabajo, pero eso lo hacían todos y me había llamado sólo a mí, la cosa debía ir por otros derroteros. Lo del televisor portátil era imposible que lo supiese, nadie podía haberme chivateado porque todos disfrutaban de él tanto como yo y además estaba oculto entre mamotretos y guías de páginas amarillas. No, no había nada especial de lo que pudiese acusarme, tampoco temía el despido, mi antigüedad era considerable y por detrás de mí había varios más, en fin que recorrí el pasillo que conducía a su garita a treinta y tres revoluciones por minuto frente a las cuarenta y cinco a las que iba mi cerebro. Golpee la puerta con suavidad, tres golpes con el hueso del índice en gancho y el resto de la mano apretada hasta el dolor, entré en su despacho y puse cara de nada, de momento vacío entre el pasado y el futuro que parecía iba a forjarse dentro de aquél recinto. Examiné con rapidez y a la desesperada la decoración en busca de algún punto débil por donde contraatacar en caso de necesidad, la incertidumbre me estaba matando. Me senté frente a la fiera obedeciendo a su gesto dactilar: un dedo convertido en flecha que me atravesó de pleno. Si era a lo Guillermo Tell perdonándome la vida o envenenada, tendría que adivinarlo después porque toda mi atención fue a parar a una uña larga de cerámica que sobresalía exageradamente de su dedo: blanca en la cutícula y plateada en el exterior. Pensé que bajo esa apariencia de mujer fatal debía palpitar un corazón infantil a juzgar por las dos pegatinas de hadas que sujetaban cuajadas de estrellas cada perfil de su ordenador. El calendario de sobremesa no estaba tachado, tampoco con anotaciones en los márgenes ni colores que indicaran alguna fecha en especial, sólo en cada número de días pasados había un círculo de confirmación, como si dejase pasar el tiempo porque sí. ¿Cómo los contabilizaría, serían un día más o uno menos de su vida?, ¿era esa vida anodina, o galopante? En los cursos de empresa sobre empatía o trabajo en equipo decían que quien dibuja círculos es afectivo y quien dibuja cuadrados u otras geometrías, frío o distante. Pensé entonces que bajo esa garra tigresa podría esconderse un alma candida y sentimental a la que podría enternecer con una historia de infancia con llave al cuello, padres proletarios y televisor de niñera en caso de que fuese eso de lo que iba a acusarme. O a lo mejor, era de las que se lo creen y toman en serio su papel y caen en la trampa de “soy buena, voy a hacer el bien” y sólo quiere conocerme, poner cara a mi voz, pero ¿por qué ahora? No, su actitud no me decía eso, tenía cara de: voy a despedirte. No quería mirarla así que adopté una postura de sumisión que pudiera desarmarla y miré hacia el suelo. Por debajo de la mesa asomaban dos triángulos cuyos vértices apuntaban desafiantes y sin piedad hacia mis pobres zapatillas. Dos puntas de zapato a las que yo añadí mentalmente un gran tacón de aguja y unas medias de rejilla. ¡Coqueta! ¡Vale! También es coqueta, eso podría permitirme un punto adulador si me veía apurado, y hasta zalamero en caso de emergencia. ¿O era acaso una Cruella de Vil?: pelo largo y negro, nariz de halcón, ojos de sombra oscura, mujer malvada profunda y sensual. Recordé la canción: “Cruella de Vil, es todo un espanto, Cruella de Vil, la carne de gallina te pondrá, Cruella Cruella… humana no es, no sé qué será, y cual feroz bestia se debe enjaular. El mundo mucho más feliz, sin esa Cruella de Vil.”
Ella no hablaba, sólo miraba insistente y golpeaba con un lápiz la mesa mientras yo perdía el juicio. Imaginé en mi delirio que nos estábamos comunicando en morse y hasta traté de averiguar el mensaje. Quiere despedirme y no sabe como hacerlo, eso me dijo el repiqueteo, intenté contestarle con el pie pero la moqueta amordazó mi grito desesperado de: no voy a dejarme machacar, estamos en el primer asalto, déjame que te explique, el ring es pequeño y estoy contra las cuerdas. Peso pluma contra peso pesado. Levanté la vista y miré al teléfono rogándole que sonara, necesitaba tiempo para pensar lo que iba a decir. De momento estábamos uno a cero a su favor, ya no aguantaba más. Pero no, no podía hundirme. Decidí mantener su mirada. Duelo de miradas. El que hable primero pierde. Que diga algo, por favor, supliqué, que corte esa sonrisa entre el beneplácito y la repulsión, que pare con el lápiz, me está sacando de quicio, pero no voy a demostrárselo. La calma es lo último que hay que perder, ella lo sabe, y yo también. Guardar silencio es un arte y requiere un lenguaje corporal adecuado, no me moveré. ¡Quieto!, ¡no muevas ni un pelo! Deja que sea la fiera la que se delate, que crea que te está acorralando.
Cuando terminó de juguetear conmigo, su zarpa volvió a señalarme. De su boca salieron tres palabras: “¿Me traes café?”
Salí de allí interpretando la Marcha Radeski del concierto de Navidad, disparando fuegos artificiales. ¡No me había despedido! Me había convertido en uno de sus dálmatas. Cruella de Vil me había robado. Ahora era su asistente personal. Había conseguido amansar a la fiera. Aunque sabía que acababa de firmar mi sentencia de muerte. Una vez utilizado y devorado dejaría mi cadáver abandonado a merced de los buitres.