
El hombre del sombrero sale el último del bar. Una vez en la calle, aspira el frescor nocturno y se siente poeta. Es la ventaja de no ser y no hacer nada. Uno puede elegir. Se es o no se es. Y cuando no se es, no hay imposibles. A eso lo llama él ociosidad de lujo, vacío que en realidad ocupa todo su espacio. Camina iluminado, iluminado es borracho, y borracho compone y se dedica en voz baja y arrastrada, poemas que va inventando por momentos. El paisaje oscila al compás de sus pasos. Guiña un ojo, y después el otro. -Te engaño, -le dice a la Luna-, te veo y no te veo, y cuando no te veo no existes. Yo soy la noche. En los descampados que bordean mi casa, las ratas corretean a su antojo, entre la podredumbre y la maleza, dando gritos agudos. Gritos que estremecerían a otros pero no a mí, ellas forman parte de mi oscuridad y mi lugar. Ellas son la otra cara, el reverso oscuro de ardillas en jardines. El reverso que también soy yo en otros hombres...
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