Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

miércoles, 2 de julio de 2008

Manías



Un clic y el número de la pantalla que cuelga del techo se adelanta. Es su turno. Camina indeciso hasta sentarse por fin en la mesa cuatro, es el número que lleva en la mano y no puede hacer otra cosa. Odia los números pares, está convencido de que le traen mala suerte, como la ropa gris y las viejas por las que siente un odio indiscreto y constante, reflejado en ellas no puede soportarse. ¿Por qué esta combinación nefasta vieja-cuatro?, podría haberle tocado la rubia de la tres, o el chaval con cara de nada de la cinco, incluso se hubiese conformado con la gorda de la uno, pero no. Había tenido que ser la vieja de la cuatro.

El día anterior confirmó esta teoría una vez más. Sentado en la terraza de un bar lo presintió, presintió que algo feo iba a pasarle y aún no sabía por qué.
"Estate quieto", dijo una voz de mujer anciana detrás de él. No la había visto, se había sentado en la mesa de al lado pegada a su espalda. Sintió pánico, se dio la vuelta pensando que se dirigía a él, pero no, estaba sola. Un momento después, volvió a escucharla: "¿a que hace muy buen día?, ¿ves?, te lo dije, y tú sin querer bajar". Se dio la vuelta de nuevo. No había nadie con ella y pensó que estaba totalmente chiflada. ¡Vieja y loca!, ¡el colmo de la mala suerte!, se dijo cruzando los dedos para que se fuera cuanto antes.

La voz lo atronó de nuevo pero esta vez para pedir un Martini blanco. Se espeluznó. ¡Por favor! ¡Vieja, loca, y borracha! y no podía marcharse, es lo que debía haber hecho, pero esperaba a su compañero que iba a sustituirlo en la oficina y había quedado allí para pasarle información. No tenía modo de escapar. No había más sitio y además su sucesor ya estaba girando la esquina y se dirigía a él con una gran sonrisa alzando la mano en señal de reconocimiento. Todo era inevitable.

- ¿Qué tal?, -dijo sentándose enfrente.
- Bien, bien, más o menos…- contestó él mirando hacia atrás.
- Bueno, ¡cuéntame!, ¿hay mucho curro en tu departamento?
- Pues… Según como se mire. Suele venir gente, pero depende de lo que les digas te irá mejor o peor, a mí ya ves, me trasladan a un despacho sin público, la gente no es lo mío.
- ¿Pero, qué clase de gente es?, ¿qué ha pasado exactamente?, sólo he oído rumores.
- ¡Pesada!, gente muy pesada. La última señora que atendí era una vieja que insistía en que le facilitase una información imposible. Repetía todas mis frases, asentía con la cabeza como si lo entendiese todo y después, cuándo ya creía tenerla convencida de que no podía dirigirse a ningún departamento más, me preguntó, "ya, pero ¿dónde…?", y no la dejé terminar, no podía más, ¿dónde, dónde?, le dije, pues ¡a casa el conde! ¡Ya ves tú!, una tontería como otra cualquiera, y mira, me denunció y de ahí mi traslado. Las viejas me traen mala suerte, ¿no te lo había dicho?
- Qué faena, ¡madre mía!, a mi en cambio se me dan bien, les digo dos tonterías amables y me las llevo al huerto enseguida.
- ¿Has visto a esa que tenemos detrás?, - le dijo él volviéndose de nuevo-, esa habla sola.
- Pero si está callada la pobre mujer, ¡hombre!
- Espera y verás, con ellas nunca se sabe.

Continuaron hablando y la mujer se levantó, se acercó a él con una correa en la mano y le dijo que si podía cuidarle al perro.

- ¿Qué perro señora?, eso que lleva usted atado no es un perro, es un adefesio, ¿a este era a quien le decía que por qué no quería bajar?, pues claro, señora, no quería bajar por que usted le llama perro y en realidad es una morcilla gorda, una morcilla gorda y repugnante que no para de gruñir.
- Vayámonos, por favor, -le dijo su compañero mirándolo atónito-, No le haga caso señora, está un poco nervioso, eso es todo, no lo ha dicho por ofenderla.
- ¿Ves como las viejas me traen mala suerte?

Se levantó y notó un fuerte dolor en la pantorrilla. Unos dientes afilados le zarandeaban la pierna de lado a lado. Por un momento el perro lo soltó, pero continuó gruñéndole y retándolo, ladraba y ladraba sin parar, la vieja estiraba de la correa sin moverlo ni un ápice, y entonces ocurrió todo muy deprisa; el perro, la vieja, el camarero que acudió a los gritos, el compañero, los ladridos, la sangre, empujones, luces azules, coches, uniformes, policías, otra denuncia.

Y sí, aquí estaba hoy pero desde la otra parte y en otra administración, teniendo que pedir número, ese número par que iba a joderlo seguro y por si fuera poco con esa vieja esperándolo.

La vieja lo miró por encima de las gafas y prácticamente le arrancó el papel que llevaba entre las manos, leyó por encima y preguntó:

- ¿lleva la factura del médico?
- Sí, mire.
- Pero no lleva sello, no se la puedo admitir así.
- Y… ¿dónde puedo ir a cuñarla?

La mujer lo miró con satisfacción de arriba abajo, se regodeó unos segundos y le dijo:
- ¿Dónde, dónde?..., ¡a casa el conde!

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