Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

lunes, 16 de febrero de 2009

Intuiciones

Con la manga del suéter retiró el vaho del cristal, no paraba de llover y el gentío de hora punta corría atolondrado para no mojarse. La estación desbordada, escupía gente por todas partes y le impedía comprobar que sus pertenencias seguían allí abajo, en esa boca abierta de autobús en la que se introducían maletas a empujones esquivando el goteo de agua sucia que escurría por los bordes. Las dejaban allí sin más y subían despreocupados a buscar su asiento. No estaba tranquila, la fauna que merodeaba los alrededores de cada vehículo sin decidirse a subir a ninguno parecía estar esperando algún descuido. Aquellos equipajes estaban expuestos a un robo fácil. No había más que correr, agarrar, y volver a correr con el botín en la mano. En fin, que ella no temía que le robaran algo de valor porque no llevaba joyas, ni dinero, ni nada por el estilo, pero había tres objetos irreemplazables, tres objetos imprescindibles que desaparecidos convertirían en absurdos los otros tres, esos que llevaba consigo apretujados contra el asiento: el móvil, la cámara de fotos, y el portátil. Sus respectivos cargadores iban en la maleta expuesta ahora a las fantasías y deseos de cualquier desocupado que aguardara pacientemente la oportunidad del día. Tenía que haberlo puesto todo junto, pero el maletín no daba tanto de sí, de momento llevaba todas las baterías cargadas.
Mientras, no perdía ojo a su maleta y en ese mismo punto de mira observó a una pareja que se deshacía en besos mordiscos y apretones en una despedida sin fin. Como mis objetos, pensó, ahora separados y sin embargo anoche recargándose apretados en el banco de la cocina, debería de haber más enchufes en casa. Por un momento olvidó la vigilancia y curioseó a su alrededor. Los amantes habían captado la atención entusiasta de unos adolescentes que sentados en el suelo y rodeados de mochilas se daban codazos y empellones señalándolos con el dedo. Habían cortado la conversación de una pareja de padres de mediana edad que ante el espectáculo introdujeron de inmediato a su hijo en el autocar mirándolos con reprobación, y de una señora de la limpieza que apoyada en el palo del mocho los miraba moviendo la cabeza negativamente. Comprobó de nuevo su equipaje y apostó por cual de los dos caníbales subiría a su autobús. Lo hizo por la chica, llevaba una rosa en la mano, así que supuso que era ella la que iba a marcharse, él no le habría regalado una flor para casa, pero sí para el camino. Su aspecto era primitivo, perruno, asilvestrado, del tipo de los que no se les ocurre otra cosa que una flor para cubrir ausencias o despedidas. Se equivocó. Fue él el que con un rugido del motor subió en dos saltos al autobús y se repantigó en el asiento de atrás. Dejó de verlo pero lo sintió y lo escuchó tan cerca… Todo en él empezaba a sacarla de quicio. Golpeaba ahora el cristal para responder a los gestos de su chica que no dejaba de mover la mano en un adiós permanente. Seguían deshaciéndose pero ahora en besos volátiles; de la mano al aire y del aire a la ventanilla y de la ventanilla a ella o a él que recogía cada uno de ellos a gritos: "éste me ha llegao, y éste, ¡toma! (saltando del asiento), éste también". Las fauces del vehículo cerraron por fin sus puertas y se recostó tranquila sabiendo que sus pertenencias estaban a salvo. Accionó la palanca para bajar el respaldo a una posición más cómoda pero no pudo llegar al final: unos golpecitos en la cabeza, una frase: "¡Oiga, que me chafa las piernas!" y un empujón en el asiento lo impidieron. No quiso volverse, le pidió perdón un tanto cabreada y soltó la palanca de golpe. Un segundo después volvió a accionarla muy suave para recostarse unos milímetros, pero inmediatamente volvieron los golpecillos en la cabeza "¡¿no me he explicao?!" volvió a insistir el chaval. Presintiendo un mal viaje desistió y buscó cambiarse de sitio pero todos lo asientos estaban ocupados. Habrían recorrido tan sólo un par de kilómetros cuando empezó a sentir el mal olor, un olor a sudor penetrante, repugnante, un olor a pies. Ese profundo e inconfundible olor a queso podrido y pies sucios. Imaginó las zapatillas raídas fuera de los pies de él debajo de su asiento. Se agachó para comprobarlo y esta vez si que acertó. Efectivamente, los pies descalzos estaban debajo de ella. Lo pensó dos veces y se decidió a decirle que se los pusiera no sin cierto nerviosismo. Se giró para hacerlo pero se había dormido. Desistió y se puso el abrigo en la nariz. Miró a las personas que estaban al lado y también dormían así que cerró los ojos e intentó hacer lo mismo. “Tara-ra-ra… ta-ra-rá” escuchó detrás. No podía creerlo, era él. Paralizó su respiración y de repente otro olor se mezcló con el de los pies. ¡Estaba fumando!, el chaval fumaba y echaba el humo por el hueco de su asiento. A los cinco minutos el conductor gritó: ¿Hay alguien fumando?, ¡no se puede fumar aquí! El chaval se levantó de golpe con el cigarro en una mano y una navaja en la otra. “¡Pare!”, dijo. La miró y le pidió el maletín, después cogió dos bolsos más de los primeros asientos y pidió al conductor que le abriese la puerta. Las fauces del vehículo volvieron a abrirse, él bajó y se alejó ante el estupor de los pasajeros y de ella que pensó que ahora sí tendría que tirar los cargadores.

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