Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

lunes, 11 de mayo de 2009

Cuidado con los deseos, a veces se cumplen

Aquel hombre llevaba toda la vida esperando que las cosas cambiaran, no hacía nada, pero esperaba sin decidir: algún milagro, una coincidencia, una inercia distinta que lo trasladase al mundo de los elegidos para darle sentido a esa vida anodina que llevaba desde que tuvo uso de razón. La más arriesgada de sus leyes imaginarias de supervivencia, de su código secreto para salir adelante, era dejarse llevar por las casualidades que le fuesen viniendo, aunque claro, éstas a él nunca le sucedían. Sin embargo como tantas otras veces, la casualidad estaba ahí delante de él, a su lado, a la vuelta de la esquina, en cada acto, en cada movimiento, rondándolo, mirándolo de frente mientras él miraba como siempre hacia otra parte, hacia su propio catálogo existencial.

Anotaba todo lo ocurrido en el día a día, es decir nada, en las hojas del calendario del año correspondiente colocado con un imán de quita y pon en la puerta de la nevera. La hora de levantarse, siempre la misma; desayuno, el mismo: levadura de cerveza y polen disuelto en zumo de naranja, un café y el primer cigarro del día; almacén: bronca con su padre, acreedores y proveedores; comida: cada día de la semana el plato correspondiente con ensalada, una pieza de fruta de temporada para el postre, otro café y el segundo cigarro del día; almacén por la tarde: pelea otra vez con los mismos y por lo mismo; vuelta a casa por el mismo camino andado y desandado durante tantos años que si le cortaran el tronco sus piernas caminarían por él sin dificultad yendo y viniendo hasta agotar la sangre que quedara en ellas; cena: yogurt con cereales y otro café con el último cigarro del día; programa de televisión: el que sea, el que aparezca en pantalla por defecto, no importa, no tiene preferencias; quedarse dormido en el sofá; pasarse a la cama. Dormir. Al día siguiente, anotará lo mismo en otra hoja en la que sólo variará el número del día y el día de la semana, y así todos los días año tras año.

Volvía de trabajar ensimismado con la reproducción una y otra vez en la cabeza de la última pelea con su padre. En el fondo, no eran tan distintos, pensaba, su padre había renunciado a todo por él y él lo había hecho también por su padre, menos mal que él no tenía hijos y esta maldita historia de renuncias se cortaría en él, en fin, que ya estaban en paz, uno a uno, ¿pero por qué su padre quería siempre más de él?, ya estaba harto, aunque esta vez sí que haría lo que siempre había querido hacer. Nada. Nada y punto. Tenía la edad justa para jubilarse y eso es lo que haría el mes próximo. Si su padre quería seguir trabajando para mantener la tradición y estar en forma, él prefería jubilarse aunque con ello obtuviera la muerte. Según su padre, la jubilación era la muerte, el irse dejando poco a poco, el no tener nada que hacer, eso era la muerte en vida para su padre, lo que no sabía su padre es que él llevaba muerto mucho tiempo, tanto que no le importaba morirse de otra manera. Por fin anotaría algo distinto en el día uno del próximo mes: “hoy me jubilo”, anotaría, júbilo, eso es lo que sentiría, júbilo de jubilarse, de desecharse, de apartarse del mundo laboral, jubileo de que las cosas cambiaran.

Y llegó el día. Callejeó perezosamente sin rumbo fijo por las calles de su ciudad, desconocida excepto en el tramo del almacén a su casa. Anotaría cada uno de sus recorridos en el calendario, y cada cosa que le ocurriese…

Tres días después escribiría en el calendario: hoy ha muerto mi padre. Velatorio a las cinco de la tarde. Fue a velar a su padre muerto. En herencia le dejaba el taller suplicándole que se hiciese cargo y que buscase un encargado que lo sucediese en el futuro, que al no tener descendientes, dejase el negocio en manos de dicho encargado y con la misma súplica que le hacía él en ese momento, que por ningún concepto lo cerrara, que de lo contrario, su vida no habría valido la pena. Volvió a pelearse con su padre ya muerto, y aún muerto ganaba la última batalla, seguía arruinándole la vida. El destino es una montaña y yo no soy escalador se decía mientras rezaba un Ave María por su padre muerto. No acepto, dijo en el amén.

Colocó un anuncio en el periódico ofreciendo el negocio gratis sólo a cambio de trabajo. Nadie contestó. Parecía un timo, nadie regala nada. Cambió el anuncio y pidió un precio razonable. Tres candidatos quedaron con él a lo largo de la semana, así que anotó en el calendario en la hoja del lunes a uno, en la del miércoles a otro, y en la del viernes al tercero, todos a la misma hora, a las cinco de la tarde. ¿Por qué todas las cosas parece que pasan de pronto ahora?, ni siquiera tenía una idea clara de lo que esperaba de estos encuentros. Recordó sin saber por qué el dibujo de su primer cuento en que una boa se había comido un elefante y era confundida por los adultos con un sombrero, qué estupidez, pero estos tres hombres con los que se había citado y que pensaba comerse con tal de alejar de sí el taller de su padre serían un gran sombrero para él y seguramente, le vendría grande en cuanto lo colocase sobre su cabeza. Con el hombre del lunes no llegó a un acuerdo así que esperó impaciente al miércoles, pero ese hombre no apareció así que el viernes sería su gran día, el hombre viernes fuese como fuese y le ofreciera lo que le ofreciese sería su salvador, no quería volver a saber nada del almacén. Y así fue. Viernes era joven, listo y con ganas de trabajar. Le propuso algo que superó todas las expectativas de la casualidad: vender el local, comprar una autocaravana y montar allí el taller itinerante ofreciendo sus servicios cada día en una ciudad distinta, de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, a donde les llevase el destino y la casualidad. Nombró el hombre viernes la palabra mágica y aquél que llevaba toda la vida esperando que las cosas cambiaran cambio su destino en ese mismo instante. No más calendario, no más piernas sueltas caminando entre dos puntos fijos, no más peleas con su padre muerto… Salió a la calle eufórico por su decisión. Por fin tomaba una decisión, por fin huiría de la insoportable sombra de su padre. Compró un helado y se lo comió a deshora, se fumó un cigarro que excedería del número previsto para ese día y hasta se atrevió a gritar de incontinencia emocional en medio de la calle.

Lo que no sabía entonces es que pasado un tiempo lloraría por recuperar aquel otro tiempo perdido en su antigua casa, con sus hojas de calendario en las que siempre ponía lo mismo, sus caminatas del taller a casa y de casa al taller y por su pobre padre que ahora ya carecía de culpa. Comprendería tras recorrer infinitos caminos que en el fondo nunca le interesaron lo suficiente, que los placeres que comporta la ignorancia del mundo, a veces, son mejores que los placeres del conocimiento consumido en vivo y en directo.



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