Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

jueves, 5 de junio de 2008

El profesor


Empezaba a faltarnos algo, no sabíamos qué. Quizá tiempo. Pero no sabíamos. Me acerqué a conocer su realidad, esa otra realidad que él tenía a parte de la nuestra, esa que compartíamos día tras día pero sólo a determinadas horas.
Entramos en el colegio y aquel olor intenso a libros, plastelina, lápices, gomas y pupitres me atrapó en el pasado. Lo acompañé escaleras arriba y después de saludar a dos o tres profesoras que me presentó apresuradamente, casi por obligación, entré en su clase. Se movía con desparpajo por aquellos pasillos llenos de luz y de infancia, de infancia perdida para mí y que él recuperaba a cada paso que daba. Y tuve celos, celos porque yo ya no pertenecía a ese mundo, porque no pertenecía a su mundo, aunque parte de su mundo fuera yo.
Los niños lo miraban con cariño y admiración, se notaba que era importante para ellos. Y después de tantas y tantas dudas supe, en ese momento, que era el profesor que siempre hubiese querido tener aunque me hubiese llegado en plena madurez, el profesor del que tantas veces me había enamorado a lo largo de mi vida sin saber que era él. Tan cerca y tan lejos, ahora iba a dar una clase para mí y para los cinco niños que tenía asignados. El resto, la gran mayoría, se amontonaban en clase de religión. Él daba la alternativa. Educación para la ciudadanía, esa asignatura fantasma que casi nadie entiende para qué sirve, ese concepto en el que caben tantas cosas y tan fácil de vaciar según como se mire y quien lo mire.
Él, mi profesor, su profesor, ahora entusiasmado con la interculturalidad, preguntaba a los niños y me miraba de reojo con ternura infantil, con el amor del niño que no había dejado de ser. Encendió el pequeño televisor analógico que le habían dejado como todo material para sus clases y lo trasladó al centro del aula. Colocó el DVD que había traído de casa y puso una película de problemática social. Después comentó con rigor su contenido, y lo amé otra vez como la primera vez, lo amé mientras hablaba, lo amé más que nunca porque hablaba mi idioma, porque fuera de nuestra burbuja particular compartía mis inquietudes más internas. Lo admiré y lo reconocí. A continuación les hablé yo del universo de los libros y del mundo encantado de las palabras y de esa otra vida que tienen las cosas. Y él se reconoció en mí.
Al terminar la clase algo de aquella magia también terminó, salimos y recorrimos a la inversa los pasillos antes entrañables y ahora oscuros.
Volvimos a nuestra realidad de café, libros y sexo. Eso era lo único que teníamos y lo único que habíamos querido tener, sin embargo, ahora... Ahora ya no sabíamos si subir o bajar de la nave espacial que gravitaba en el único universo que nos pertenecía. Subíamos y bajábamos en las distintas galaxias, pero no encontrábamos dónde y en qué lugar quedarnos. Éramos Vulcano y Ceres. Dos miniplanetas, dos planetas enanos perdidos y no reconocidos.
Creímos que nos faltaba el tiempo y el tiempo fue quien nos destruyó. Lo despidieron. Él quiso más de mí. Su tiempo invadió mi tiempo. El niño perdido creció de repente y yo me encontré con la niña que había perdido. Se rompieron nuestras realidades cotidianas y el planeta tierra nos engulló en su gravedad.
J.E.

2 comentarios:

Txau dijo...

me gustado mucho leerlo, y tampoco hay un mal final, pienso.

Neradas dijo...

Gracias. No es mal final, no. La gravedad es lo que tiene, te hace poner los pies en tierra.