Neradas
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.
J.E.
domingo, 1 de julio de 2012
La canción universal
lunes, 28 de mayo de 2012
Deriva de un desocupado
miércoles, 23 de mayo de 2012
El cuerpo se le hizo pájaro
Inspiración. Los desvaríos comenzaban a llenarle la cabeza, veía varias escenas a la vez.: la despedida, el primer mail; nadie se despidió. Otra vez volvía hacia atrás. Nadie susurró al oído. La primera soledad la sintió en el frío contacto de la noche en su coche sin copiloto, encendió la radio y conectó el programa, ese que escuchaban juntos. Espiración. Ahora corría por la carretera con el acelerador pegado al pie, las rayas de la calzada se sucedían tan deprisa que creyó estar en un juego de ordenador dirigida por otro. Quizá por él, con su control remoto desde su remoto lugar. Inspiración. Nadie susurró al oído mañana será tarde, o no. Espiración. O no, no podía sentirlo ahora recordando con ella. ¿Dónde estás amor? El cartero no llamó a la puerta 33. Ya no hay carteros, pero si los hubiese no habría llamado a la puerta 33. Vaya edad de mierda. A la puerta 33 llamaron los sollozos y susurros, por la rendija de la puerta se colaba la soledad y un haz de luz para recordarle que él ya no estaba. Nadie llamó a su puerta, los pájaros habían enmudecido en el bosque de la distancia, ni un trino de señal, nada; en el silencio solo la respiración. Inspiración. Ya llegas de nuevo, ¿dónde habías ido amor? Un tren. Ahora veía un tren, las ventanillas herméticas, el arriba, ella debajo en el andén moviendo los labios mudos para él que no escuchaba ya ningún trino. Sus pájaros habían enmudecido, a ninguno se les ocurrió el móvil, saca el móvil, pensó, y se lo enseñó desde el andén, él lo enseñó desde la ventanilla, lo pegó al cristal. Movía la cabeza negativamente. No había cobertura. Espiración. Pasaron cinco minutos, oscuridad. ¿Se había quedado sin recuerdos? Y cinco más, nada. Él debía haber desconectado su mente. ¿Dónde estás? La telepatía no es fácil amor. Inspiración. Esperó a las preguntas, pero no llegaban, las imágenes tampoco, ni los sonidos. Contuvo la respiración, quizá era eso, en la no entrada de aire, en la nada estaría la respuesta. Desalojó las incógnitas, esto funcionaba hace cinco minutos, ya no. Un minuto más sin respirar, una eternidad. Espiró otra vez y necesitó coger aire enseguida. Impulsó los pulmones sin intervención del cuerpo, fue un movimiento reflejo y se vio reflejada en el espejo, turbia, desvaída, perdiendo imagen. No te vayas, te vas, lo siento, lo veo, y si tú te vas, yo ni me imagino. No buscó consuelo. Apoyó la frente en la frescura del cristal para sentirse, lo besó, se besó a sí misma y a él. No llamó a la puerta 33 ni a ninguna otra puerta, ahora andaban todas abiertas batiendo con el aire salvaje que bajaba de las montañas levantando remolinos, y alocándole el pelo que se le pegó a la cara con lágrimas de aceite y nube que iban resbalando sin fuerza como una lluvia de ducha caída del cielo. Del techo se abrió un boquete por el que se sintió aspirada hacia fuera, afinó el oído y ahora la noche le daba vueltas hacia arriba y escuchó el rugido del viento abriendo las compuertas de su corazón vacío. El principio del mundo y el fin, todo la envolvía. Supo que había llegado la despedida de verdad, sin tren ni andenes, sin móviles ni carreteras de franjas blancas galopando en sus pupilas, y se vio caer en el gran precipicio del olvido que sabía crecía en el fondo. Onomatopeyas de estertores de todo lo vivo, todo estaba disminuyendo, haciéndose pequeño y ella crecía más y más como Alicia; lujuriosas torcían sus garfios las raíces de los árboles nonatos encerrados en la tierra hendida, jolgorio de flores que iban abriéndose y creciendo con forme ella caía y caía al foso del olvido. La bacanal de frutos podridos y abiertos soltando sustancias pegajosas la esperaban al fondo pero se revolvió, se revolvió con todas sus fuerzas y se agarró a una de las raíces y trepó y trepó hasta llegar a la superficie. Volvió a encontrar los toneles, el olor a vino, su culo en la silla y sus miembros relajados, quiso respirar pero lo había olvidado. Ni inspiración ni espiración, su cuerpo de cera de vela estaba dispuesto a arder en el fuego. La puerta 33 se abrió y cerró tres veces y en la última se vio a sí misma llamando, llamando tras un cristal soltando palabras mudas que ni el viento podía llevarse. Se había desmayado.
viernes, 16 de marzo de 2012
Cierra la puerta y siéntate
lunes, 6 de febrero de 2012
Hay que cambiar los panales
domingo, 5 de febrero de 2012
Anoche soñó Margarita con su abuela
sábado, 4 de febrero de 2012
El reto de la costurera
viernes, 3 de febrero de 2012
Aquellos carteros ya no existen...
martes, 17 de enero de 2012
Sueños interdentales apretados de urgencia
lunes, 16 de enero de 2012
2012. FIN.
Nadie miró los escaparates antes de la catástrofe, en algunos establecimientos de electrodomésticos las miles de televisiones repetidas ofrecían el mismo rostro de la barbarie. Nadie quiso pensar que su próxima ciudad era la suya. Los ancianos lloraban ante el no futuro de su descendencia. Nadie aporreó las puertas de los demás, la cobardía general impedía que se avisasen unos a otros, también el desamparo, sabían que ya no había remedio, que todo había terminado, lo habían visto en las noticias de los demás lugares.
Un grupo de hombres que de forma solitaria habían escapado se fueron juntando en un punto a lo alto de una montaña que había quedado indemne. Ahora se debatían en cómo empezar todo. No quedaba ni rastro de lo que habían conocido y les faltaban las fuerzas para pensar. Ya está dijo uno. Lo primero será buscar provisiones para comer, sin comida moriremos. El de al lado se decantó por el agua. El otro por buscar un refugio para la noche, el otro por tumbarse a dormir y dejarse morir, no quería saber nada. Amaneció y todavía estaban allí sentados. Se miraron asustados, qué harían con tanta tierra para ellos.
viernes, 6 de enero de 2012
Pequeñas y grandes mujeres o viceversa
jueves, 29 de diciembre de 2011
Caballitos de mar
jueves, 22 de diciembre de 2011
Bailar boca abajo
lunes, 19 de diciembre de 2011
No hubo acuerdo
domingo, 18 de diciembre de 2011
Cena de Navidad: Ex-alumnos del "García Lorca" (3)
sábado, 17 de diciembre de 2011
Cena de Navidad: Ex-alumnos del "García Lorca" (2)
viernes, 16 de diciembre de 2011
Cena de Navidad: Ex-alumnos del "García Lorca" (1)
martes, 13 de diciembre de 2011
Enamoramiento
lunes, 12 de diciembre de 2011
Confesiones...
jueves, 11 de agosto de 2011
La mujer que ya no esperaba a nadie
Novela corta
Número páginas: 70
PVP: 12€
isbn:978-84-92676-33-0
Una vendedora de cuentos, un nuevo poeta, un dibujante perplejo por las casualidades, vientos que cobran vida, amistades inesperadas, amores encontrados, sueños en compañía que laten y se deshacen entre las vidas de estos personajes que vagan por arrabales, descampados y mercadillos sin esperar nada, almas que reúnen cuerpos y que darán un giro sorprendente haciendo lo único que saben y quieren hacer: dejarse llevar…
domingo, 3 de abril de 2011
El desahogo
Aquél grupo de turistas bajó del autobús como una serpiente polícroma de cabezas múltiples y parlantes, una torre de babel precipitada al vacío con único sonido común al sobrecogedor paisaje: ¡oh! Un paisaje violado y envuelto en clics de cámaras fotográficas que perdía credibilidad por momentos a los ojos de un hombre sentado sobre una roca, que admiraba feliz la soledad del paraje. Recorrió al hombre una sacudida de desagrado e inquietud. Solitario y misántropo, lo único que lo calmaba era la nada sobre kilómetros de tierra seca, ese amarillo intenso que bajo el sol quebraba la mirada y apretaba las costillas.
No entendía por qué en aquella extensión sin atributos turísticos, ahora se apiñaba esa caterva de seres extravagantes. ¿Qué vendrían a ver?, ¿qué los hacía desplazarse hasta ese lugar donde solo podrían hacerse fotos repetidas?
Vio cómo se encaminaban todos en una misma dirección persiguiendo un paraguas rojo que el guía turístico, vestido como para cruzar el Amazonas, alzaba sobre su cabeza. Los siguió, sentía una enorme curiosidad por ver hacia donde se dirigían los pasos de ese insólito colectivo.
Caminaron varios kilómetros, y a lo lejos tras un pequeño montículo apareció una casa negra hecha de troncos calcinados, al acercarse más podía leerse un cartel sobre la puerta: “Odiero”. No supo el hombre qué pensar, ahora fue un escalofrío lo que recorrió su cuerpo al recordar viejos tiempos, no era posible que... Se acercó al guía que se había detenido para indicar a la gente que se colocase en círculo a su alrededor y antes de que empezara su discurso, con el corazón encogido, el hombre preguntó. ¿Odiero?, perdón, ¿qué significa Odiero?
A eso iba, caballero, a explicarles a to-dos qué es el Odiero. Odiero, dijo con tono resabiado desplazando la vista por cada uno de los espectadores, es el lugar donde la gente peregrina para vaciar sus odios, dicen que todo aquél que prueba quiere volver. Cuando la gente vuelca sus odios alrededor de esta casa y en ese jardín trasero, se vuelven rejuvenecidos a sus países y no solo por dentro sino también por fuera, ya saben, el cuerpo es el espejo del alma. Al enterrar todos sus odios dentro de este terreno que ahora están pisando, desaparecen todos sus males y vuelve la ilusión y curiosidad de la infancia, la felicidad a rendimiento fijo. ¿Nunca había estado aquí?, dijo dirigiéndose al hombre, usted parece del lugar, ¿nadie le había hablado de este sitio? No, dijo el hombre mintiendo, hace mucho que no hablo con nadie, vivo alejado de todo y por eso ya no odio. Pues pruébelo con nosotros, dijo el guía, porque aunque no lo crea, algún odio tendrá, ¿no?, todos los tenemos, es condición humana. Entre conmigo y ayúdeme, dijo entre autoritario y condescendiente, y desapareció tras la puerta.
El hombre lo siguió con escepticismo y un hormigueo antiguo en su interior. Entraron en una especie de solar techado lleno de palas y picos oxidados amontonados en pirámides. El guía se subió a uno de los montones y empezó a lanzarle palas y picos, cuéntelos dijo, necesitamos sesenta y dos para que cada uno tenga herramienta propia.
Cuando el guía confirmó que todo estaba preparado, el grupo se colocó en fila y fueron entrando y saliendo de la casa con una pala en la mano como trofeo. Muy bien, dijo el guía, ahora, que cada uno escoja su espacio para cavar. No hagan agujeros demasiado grandes, es mejor la profundidad, después, túmbense boca abajo, coloquen la boca en el agujero y suelten todos sus odios a las entrañas de la tierra. Si no saben qué odian: insulten, griten, desgañítense, revivan. Después vuelvan a cerrar el boquete para que los odios no escapen. ¿Llevan cada uno la semilla que les entregué?, no olviden dejarla dentro para la comprobación. Se giró hacia el hombre y le dijo. La semilla de cada uno queda junto a los odios enterrada. En estas tierras nunca llueve, que germine cualquier cosa que no sea silvestre es poco menos que imposible, pero si pasado un mes, cuando volvamos, alguno comprueba que donde puso la semilla empieza a crecer vegetación, es que sus odios no han muerto y deberá arrancar las raíces crecidas y cavar otro agujero para repetir la acción hasta que no crezca nada, de lo contrario, los días de viento las ramas de ese follaje producto del odio, susurrarían todo lo enterrado. Encima tienen que volver dentro de un mes, pensó el hombre moviendo negativamente la cabeza, negocio completo, pueden estar volviendo toda su vida, ¿cuánto les habría cobrado por todo esto?
Se pusieron a cavar; el hombre no hacía nada sólo observaba a todos aquellos trapos floreados escupir maldades a la tierra, cada uno en su idioma, él no los entendía pero podía sentir la energía de todas aquellas palabras. Después, se puso manos a la obra y cuando tuvo su agujero hecho gritó dentro: “os odio, os odio a todos los que estáis aquí y a los que volváis y a los futuros, y al jilipollas del guía explorador mucho más; se desgañitó en rabia, pero inmediatamente comprendió que el trasiego de gente iba a ser infinito, así que todas sus semillas germinarían una y otra vez y acabaría poblando aquella tierra de árboles hasta convertirla en un bosque maldito, las ramas con el viento susurrarían odio en muchos kilómetros a la redonda y todo volvería a empezar.
Se le ocurrió una idea, no pondría semilla alguna, el guía le había dado una pero la escondería en su bolsillo y así no crecería nada allí donde él pusiese su odio, pero… ¿y si la tierra se resquebrajaba de nuevo?
El hombre recordó aquel tiempo en que los rencores habían crecido tanto en el pueblo que las autoridades sin encontrar una solución real, decidieron combatir aquello de manera figurada, con imaginación, algo que sirviese para todos por igual. Crearon un espacio para combatirlo. Allí todo el mundo podría ir y depositar todo su odio, eso dijeron, dijeron que al salir de allí, solo se sentiría amor y felicidad.
Lo llamaron El Desahogo. El Desahogo fue colocado en las afueras, junto al parque eólico, una gran cantidad de terreno que permitía hacer excavaciones para meterse dentro y pelearse voluntariamente o gritar o autolesionarse pero con moderación, el caso era soltar todo el odio acumulado en el pueblo y después cerrar la zanja y olvidar todo. Pasó el tiempo y cuando parecía todo solucionado aquellas tierras se resquebrajaron con la falta de lluvia, y las grietas comenzaron a supurar el odio que llevaban dentro y que el movimiento de las aspas de los aerogeneradores expandió en todas direcciones, el viento andaba cargado de odios que sobrevolaban el pueblo y alrededores. Y aquí fue donde el pequeño e inútil poblado en medio de la nada y cubierto de odios, de repente, se hizo famoso. Empezó a llegar gente de todos los lugares: curiosos, turistas, periodistas y fotógrafos, pero el odio no podía fotografiarse ni llevarse guardado en una maleta, ni siquiera anunciarse en primera plana de ningún periódico, solo podía sentirse en el aire, en el susurrar del viento, así que poco a poco llegaron artistas y saltimbanquis, gurús y parapsicólogos, cienciólogos y ecologistas.
Los grandes museos del mundo empezaron a lanzar propuestas monetarias para comprar la idea, en un recinto cerrado daría resultado; contener el odio y encerrarlo era la mayor obra de arte que jamás nadie hubiese logrado, y trasladaron tan gran iniciativa a sus salas. El Desahogo comenzó su andadura y fue reproducido miles de veces en miles de salas huecas e insonorizadas donde la gente escupía sus odios en grandes cubos de plástico preparados al efecto ya que era imposible cavar en el suelo.
Cuando los museos se llevaron el odio del poblado y estuvieron llenos de odio en sí mismos, y los medios de comunicación también, y las vallas publicitarias anunciaban por todas partes los eventos del odio, y todo el mundo conoció y escondió y expandió el odio y el amor a la vez, todo era contradictorio en el pueblo. Había amor y nuevos odios juntos y todo volvió a ser como al principio.
El hombre se había alejado de todo y olvidado aquél asunto para siempre, vivía en la montaña pensando que todo había terminado, pero nada más lejos, porque ahora veía que la historia empezaba de nuevo.
sábado, 27 de marzo de 2010
Cuando la ciudad se vuelve triste y ya no sirven las canciones
domingo, 24 de enero de 2010
Reducción al absurdo
miércoles, 6 de enero de 2010
Un rey mago muy especial...
miércoles, 30 de diciembre de 2009
Otro año pasa...
viernes, 11 de diciembre de 2009
Dialogando laberintos
Y en la próxima luna llena,
laberintos. plenilunio.
desentumeciendo voces, desperezando palabras,
dialogando laberintos
en esquinas, rincones, recovecos,
en la próxima luna llena, plenilunio.
evocando otras lunas, masticando palabras,
disfrutando el momento,
el pasado, el futuro,
laberintos en plenilunio,
en la próxima luna llena,
plenitud.
martes, 6 de octubre de 2009
Postales trucadas
Bosque urbano invadido por la niebla. Debajo árboles, gente, animales, vida. La bruma lo emborrona todo y avances hacia donde avances todas las cosas se parecen a otras, todos los lugares existen en otros. En Polonia recuerdas Moscú sin haber estado allí. En Buenos Aires ves París o Madrid o Barcelona. En Londres, Berlín. En Alejandría, Tánger. En Patagonia, el oeste americano de western, las películas de vaqueros de las sobremesas de tu infancia, y en esa infancia un primer amor que quedó atrapado en el halo de una niebla, en la bruma de una ciudad sin nombre, rugiendo en el aire con ese sentimiento de la primera vez que algo muerde por dentro, que un esparadrapo amordaza la boca, que una gran venda estrangula tu cuerpo, que de tu cuerpo emerge uno más grande a cada paso y te asustas hasta que entiendes que es tu sombra proyectada contra tus muros en el centro de un infinito mediodía, y en cada zancada se hace más grande, y a la vuelta de una esquina más pequeña, y de repente encuentras un rincón perdido y la sombra desaparece. Y si te quedas ahí y no te mueves vuelves a ser tú y te pareces a otros que pasean por Moscú en Polonia, por Buenos Aires en Barcelona, por Londres en Berlín, por Alejandría en Tánger, y se baten en duelo a muerte por cualquier cosa en cualquier estancia de la lejana Patagonia.
jueves, 13 de agosto de 2009
Recuerdos inventados
martes, 11 de agosto de 2009
Yangón, ciudad silenciada
Publicado originalmente en la revista bifurcaciones [online]. núm. 9. World Wide Web document, URL:
jueves, 30 de julio de 2009
martes, 28 de julio de 2009
Test de Roschard en la M-30
Estamos a punto de entrar de nuevo en la ciudad, pero... ¿Qué pasa?... Todas las entradas cerradas. Carteles de desvío reconduciéndonos de una salida a otra, de una carretera a otra. Se desconcierta. Ya no es el rey. Ahora es un vasallo asustado en un laberinto sin salida. Más de una hora dando vueltas sin llegar a ninguna parte. ¿Qué ha pasado con el señor de las carreteras?, pregunto y río sin piedad. De un volantazo se desvía al andén y frena en seco. La hiena ya no ríe. Mira con ojos de animal herido y furioso. No dice nada. Sólo me mira con el odio transformado en desprecio, abre la puerta, da la vuelta por delante del coche hacia mi puerta. Me asusto. No sé lo que va a hacer. Se coloca de espaldas a mí y por sus movimientos intuyo que está sacando su pene, ese pene de mierda que ya no deseo. El charco en el suelo confirma. Está meando. Espero alerta su próxima reacción. Da la vuelta de nuevo pero esta vez por detrás del coche, una maniobra que no entiendo. Abre el capó, saca algo, lo imagino con un hierro en la mano golpeando la ventanilla y sacándome del pelo. No sé por qué pienso esto, nunca me ha hecho nada aunque a veces lo preferiría a sus miradas. Miradas que cree me imponen pero sólo me llenan de asco. Vuelve. Lleva agua en la mano. Me ofrece y me dice que callada estoy más guapa. Sube de nuevo, acelera y unos kilómetros más adelante se decide al azar por una de las improvisadas fronteras. “Necesito llegar. Descansar. Tengo que entrar como sea”, dice desesperado y cabreado. “El camino está despejado pero no se puede pasar, y no puedo comprender qué ocurre”, se dice a sí mismo, yo ya no le escucho. Dos policías nos hacen el alto. Él se acerca más. Para junto a ellos. Le advierten que no puede continuar, que por seguridad se han cerrado los accesos a la ciudad hasta nuevo aviso. Advierten seguridad para dar miedo, pero él no se arruga. Insiste. Pide más explicaciones. Negativo. Repetición de la jugada. Ahora suplica una excepción, no lo consigue y golpea la chapa del coche con impotencia y teatro. Se hace un silencio que ocupa otro espacio junto al nuestro. Incomodidad. Los policías miran callados y quietos. Él tampoco habla. Les lanza una de sus miradas estúpidas. Ya no hay palabras. Lo que había que decir por ambas partes ya está dicho, cada uno por dentro en su repetida postura; ellos impidiéndonos entrar, él, porque yo no cuento, intentando provocar una respuesta contraria. Silencio. Volvemos al coche. Se mira el reloj para controlar un tiempo que ya carece de sentido. Hace una hora era el rey de la carretera. Ahora no importa lo que diga ni como mire. Callo. Callan. Calla. Todos esperamos lo mismo pero desde posiciones opuestas: que alguien desista. Él asume nuestra posición por los dos, como siempre. Desiste. “No voy a pasar y ya está. Me doy por vencido”. Aparca el coche en la cuneta, deja su puerta abierta, da la vuelta y abre la mía. Sal, me dice. Salgo. Enciende la radio a todo volumen. Vuelve al capó y saca las morcillas, los chorizos y el pan del pueblo que siempre se trae para llenar la despensa hasta la próxima. Saca una toalla, la extiende en el suelo frente a los sorprendidos policías. Se sienta y coloca todas las cosas encima. Me llama. “Vamos a merendar”, dice, “siéntate conmigo, cariño”. Me sorprende esa amabilidad repentina pero la situación empieza a ser divertida. Unos minutos. Los policías nos hacen señales con la mano para que nos levantemos. Háganse a un lado, grita el más bajito. Otro coche se acerca reduciendo la velocidad sin entender qué pasa. Otro al que le van a quitar su reino, pienso. Aparca detrás de nosotros, son cuatro reyes los destronados. Tan desconcertados como nosotros se ríen nerviosos ante nuestra absurda protesta sentados allí en medio de la carretera rodeados de morcillas y chorizos. En un primer momento no saben qué hacer, después piden permiso para sentarse a nuestro lado. Lo tomamos como una actitud solidaria y los invitamos a la ilógica merienda. Ellos nos ofrecen cerveza. Sacan una nevera del coche y comienzan a repartir botes. Los policías hacen ademán de protesta otra vez, pero aparece otro coche, y otro coche más, y luego otro, y otro hasta que el número de gente es tan denso que los policías hacen la vista gorda. Están tan desconcertados como nosotros. Nos dan la espalda y se desentienden del tema. De repente empieza un cachondeo imprevisto contra ellos. Eh!, grita uno: “unas morcillitas, jefe”. Carcajadas. “Unas birras para los polis, hay no, que están de servicio”, grita otro. Carcajadas de nuevo. El poli bajito comienza a ponerse nervioso, deja caer el peso de una pierna sobre la otra mirando a su compañero. El otro es más alto y robusto, no hace nada, se limita a ofrecernos una espalda cuadrada y rígida bajo dos piernas abiertas en uve invertida por las que se ve la otra parte de la frontera que nos está prohibida. De vez en cuando se toca la porra y acaricia la funda de la pistola como una especie de advertencia.
Anochece. Las meriendas se han convertido en cenas, las bebidas en borrachera, y las radios de los vehículos sincronizadas en una fiesta. Una rave improvisada. La gente ya no recuerda porque está allí, sólo disfruta y yo entre ellos pensando que ojalá se detenga el tiempo y no entremos nunca. Los rostros de los casualmente concentrados allí ya no se distinguen. Sólo las voces ejercen el papel de cuerpo prestado a una silueta de hombre o mujer si estás cerca, de mancha gigantesca si te alejas, un inmenso test de Roschard sobre una M-30 abarrotada, un dibujo desparramado de sombras en una caravana extraña y desordenada.
Amanece. Y con la claridad del día todos sienten satisfacción por salir de la masa humana y recuperar de nuevo su aspecto de persona distinta e inconfundible y sus deseos de volver a casa. Todos menos yo.
lunes, 27 de julio de 2009
Un día en la playa
Don tal y cual, con su toalla enroscada bajo el brazo ocultando el bañador y su best-seller con el que algo quería decirle su mujer, buscó desesperadamente con la mirada un rinconcito, un recoveco bajo una palmera no demasiado alejada de la orilla del mar donde concentrarse a leer tranquilo y poder mojarse de vez en cuando la calva, esa vergonzosa parte de su cuero cabelludo que declarada en huelga había expulsado todo pelo esquirol logrando quedarse desierta en varios centímetros a la redonda como una miserable isla de nada, una coronilla que en cuanto se descuidaba y olvidaba la gorra en un día como éste adquiría un rojo intenso, brillante y aterciopelado difícil de ocultar aún cruzando estratégicamente a ambos lados el pelo blanco, largo y desgreñado de sus todavía poblados parietales. Pero fue imposible, por más que alargaba el cuello intentando captar alguna palmera frondosa, verde y libre, todas estaban ocupadas. Decidió entonces prescindir de lo verde y adentrarse lo más cerca de lo azul, lo azul sustituiría el frescor de lo verde; extendería la toalla en la arena o la colocaría sobre una de las hamacas desperdigadas a ambos lados de la pasarela de madera que lo había conducido a la orilla; esas hamacas regentadas por individuos de aspecto mafioso -vestidos de blanco: con riñonera blanca, gorra blanca, camiseta de tirantes blanca y un moreno discontinuo de franjas blancas- que apostados a la sombra de palmeras artificiales y fumando un cigarro tras otro perseguían con la mirada futuros clientes comodones como él. Los hamaqueros estaban allí sentados, al acecho, conversando como podían con esos otros personajes, nuevos para él, que no recordaba haber visto la última vez que necesitó de lo verde: las asiáticas, esas mujeres de ojos que miraban en horizontal a través de rendijas distantes y solitarias, y que cada cierto tiempo merodeaban a los bañistas para ofrecerles en su castellano plagado de eles, masajes reparadores, “¿quiele masaje bueno?, ¿quiele relajal tú? Con sus sombreros de paja, sus pantalones anchos, su camisa amplia y su lenguaje de vocales lleno de subidas y bajadas dejaban boquiabiertos a los hamaqueros de blanco cada vez que se sentaban con ellos a chamar cigarrillos negros. A Don tal y cual le hacía risa cómo hablaban entre sí hamaqueros y masajistas. Hablaban y hablaban inventando palabras con las que parecían entenderse, y lo hacían tan fuerte, que Don tal y cual pensó que junto a ellos sería incapaz de concentrarse en la lectura de esos mensajes secretos que su mujer quería hacerle llegar a través del libro. Se decidió por la arena a pesar de estar plagada de bultos y ondulaciones de ruedas de vehículos de limpieza y vigilancia, y no parecer cómoda en absoluto. Extendió por fin la toalla en la arena después de habérsela enrollado sobre la cintura y con ciertos desequilibrios haberse quitado el pantalón y colocado el bañador en su lugar. Había Don tal y cual extendido la toalla en dirección al sol, dispuesto su ropa bien doblada en el mismo centro para hacer de almohadón y había abierto su libro por la señal del separador colocada en una página al azar, aún no lo había empezado, y había leído también al azar paseando la vista por curiosidad en esa misma página una frase: “… simplemente es uno más de esos cabrones que siempre han odiado a las mujeres”, pues sí que empezamos bien, pensó. Por el rabillo del ojo, sin poder evitarlo, observaba un poco más allá del horizonte de la toalla a un grupo de mujeres ya de cierta edad, con sus risas y bañadores estrepitosos apretando esas mollas incontrolables sobresaliendo por todas partes cuando quedaban atrapadas en las costuras de sus extremidades, que con esos volúmenes de tronco, parecían mucho más delgadas. Coleópteros humanos, pensó, aquellas mujeres revoloteaban unas alrededor de otras frotando sus patitas de mosca, chirriando un debate de cotilleos y reflexiones absurdas que lo sacaban de quicio, chirriando actualidades de vidas ajenas e inalcanzables de mundillo rosa. Reinició la lectura varias veces, esta vez por la primera página, intentando prescindir de esos alrededores que ya nada tenían que ver con lo verde que había imaginado al salir de su casa, y cuando ya casi lo había conseguido, una nube de mariquitas enanas con caparazones rojos como su coronilla y pequeñas alas color naranja chocaron contra él. Eran choques opacos, con una contundencia dura; aunque él moviese con rapidez la parte del cuerpo en la que ellas se estrellaban, las mariquitas no se movían, se quedaban ahí quietas, torpes, como esperándose unas a otras. Don tal y cual se desprendía de ellas a base de casquilotes, lanzándolas lejos, panza arriba, aunque tras remover locamente sus patas con un aleteo conseguían darse la vuelta y emprender de nuevo su vuelo suicida. Al principio sólo era molesto, pero después era insoportable, y la rabia subía por Don tal y cual poco a poco hasta llegarle al cerebro con instintos asesinos. Ya no le bastaba con apartarlas a manotazos sino que deseaba rotundamente acabar con ellas. Logró derribar unas cuantas y en su pataleo bocarriba de mariquitas desesperadas echaba Don tal y cual gustosamente un puñado de arena con el pie sobre ellas y después las enterraba con el talón hasta asegurarse de una muerte definitiva. Aún así, alguna que otra volvía a salir del alud y a embestir contra él. Era imposible leer o concentrarse en nada aquella tarde de mierda que ni era de lo verde ni de nada.
Se habían instalado en él las mariquitas y ahora, ya de pie, era todo un cuerpo rojo, una coronilla extendida por toda la piel llena de motas negras. Un hombre rojo sobre una tarde verde. ¿Sería él realmente un hombre de los que no amaban a las mujeres?, fue su último pensamiento.