Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

lunes, 6 de febrero de 2012

Hay que cambiar los panales

Olvidémoslo todo, hagamos de nuestra capa un sayo, que corra el aire por debajo de telas espesas que recubren cuerpos livianos. Sujetémonos a las puertas que el abril está llegando, que el abril recorrerá con su viento los entresijos de las colmenas y las abejas reinas rellenarán de miel los panales. En los pantanos las aguas se pudrieron y el olor pestilente se extiende entre las flores de los cerezos, entre el azahar y los jazmines. Alfajores cocinaron las abuelas para endulzar el momento, los rellenaron con la miel de las reinas que aún andaban pegadas al panal. Allá arriba, vi a los hombres escafandra con sus viseras y cristalitos asomando amarillos los ojos suplicantes. Hay que cambiar los panales. Espeso está todo y hay que fluir, calor, el calor se adelanta, y el trabajo… verdad, dicen las mujerucas del pueblo, ¿verdad que hacía años la meta estaba en otras partes? Filete de una endiablada carne de vaca loca trajeron ayer los hombres, después de la tala, y la esquila, y las caponadas. Ya anduvieron segándole los huevos a los corderos. Estambul refulgía entre azules y tés de manzana, licores secos. Grotesco fue el organillo que tocaba aquél viejo frente a la iglesia. No era un laúd de aguja entre cuerdas sino teclas de mármol lo que tocaban aquellas manos. Después la abeja se posó con su aguijón en el extremo de aquél laúd, se mezclaron los instrumentos, avellana era el color de todos ellos, madera de fruto seco secada al sol. Los maizales despellejados. Abedul de dulces hojas arrastraba su calva contra el suelo y el viento amarillo con su calor encogido iba dando cabezazos hasta llegar al río y en el río los hombres y entre los hombres el músico y ante la iglesia que antes fue mezquita, Estambul resplandece de azules. El Bósforo gira en una esquina tumbando un barco, un cántaro, una fuente de pescados y el sombrero de un sufí flotando alegre camino del palacio con la miopía de los sombreros que, sin cabeza, no saben a dónde miran, sólo van hacia donde los lleva la corriente. Deshagámonos de todo, basta con los corderos que cabecean sobre la mesa y las tostadas de abeja reina rechinando entre los dientes.

domingo, 5 de febrero de 2012

Anoche soñó Margarita con su abuela



Se acostó a las seis y soñó deprisa, tenía prisa por eternizar la noche y levantarse. Se levantó a las seis pero de la tarde. ¿Cómo era posible?, doce horas durmiendo. Encendió una luz, volvía a ser de noche, la luz avanzaba hacia la puerta y reflejaba en los muebles del exterior. Una sola luz para ambientar un día perdido. Intentó recordar lo vivido en el sueño, también era vida eso. Dislocada, Margarita corría hacia el autobús que la llevaría al pueblo. Tanto tiempo sin aparecer por allí. Miró fijamente a través del cristal y todo lo que vio fueron ancianos. Intentó, la mirada quieta, intentó sobre sacar entre los pliegues de piel aquellos rostros de pasado, tersos. Los ojos antiguos de ahora destellaban algún reflejo de antaño escondido en las pupilas. Esos espejos azules que de su padre recordaba. Cuando los miraba, todos los campos florecían, todas las semillas germinaban. No te detengas, se dijo. Bajó del autobús y perdió el equilibrio, las aspas de los molinos ahora eran eólicas y cortaban de cuajo a las aves curiosas, el movimiento despierta se dijo Margarita, y sin fijar más la mirada caminó con una ristra de niños nuevos detrás. Eran los supervivientes de ese desastre. Un pueblo abandonado. Dónde está la palabra, la palabra mágica que deshaga el encanto y devuelva la vida a estos campos. Se quitó la escafandra de la ciudad y a cuerpo descubierto pudo ver mejor. No estaba muerto el pueblo. Era ella, la muerte, quien había ido a visitarlos. Llevaba harapos de largas telas superpuestos y zapatillas de diseño. Nadie entendió su look, pensaron que le había ido mal y por eso volvía con ellos. Resolvió el acertijo. Entró en la casa de la abuela, su abuela y la abuela de todos. La miró detenidamente, sus pasos no eran cortos ni los movimientos lentos. Estaba contenta de verla. Sonreía con los pocos dientes que conservaba. Tras las mellas el tiempo detenido, la mecedora, los vaivenes en canturreos junto a la ventana esperando al abuelo que nunca llegaba. Bromeaba, estará perdido por ahí, y las dos sabían que sí lo estaba. La abuela era mujer de las de antes, de las de siempre y de las de ahora. Tras su chal sobre los hombros respiraban perchas de antaño que la sujetaban a la tierra, esa tierra que ella explicaba con terrones de azúcar que echaba en la malta, el café es malo, decía, hace decir mentiras a las niñas. La abuela soltó las mariposas que tenía atrapadas en un tarro. Cerraba las ventanas, las puertas, encendía las luces y soltaba las mariposas que enloquecidas revoloteaban alrededor de las lámparas con ruido opaco. Anoche soñó Margarita con su abuela y se fue al pueblo por eso tardó tanto en despertar, no quería despedirse de ella.

sábado, 4 de febrero de 2012

El reto de la costurera



Incesantemente cosía y cosía aquél traje que la traía loca, era de piedras preciosas por arriba y gasas a caballo entre la cintura y los tobillos, sin riendas enhebraba y desenhebraba, hacía nudos, volvía del revés la tela, se la ponía encima. Indómito el tejido quedaba tieso sobre sus rodillas como una coraza más que un traje, pero daba igual, le habían dicho que no sabía coser, que lo encargase en la tienda y no le dio la gana. Avellanas de piedras preciosas, eso es lo que había hecho, qué pasa, son piedras vulnerables del bosque y no de la mina, con esas cortezas unidas por el hilo hasta tendría sonido, un traje con sonido, y por qué no, no hay gente que escucha colores y ve sonidos, pues ya está. Belicoso se retorcía el tejido creyendo ser una escafandra o un chaleco antibalas y por qué, pues porque los trajes de noche no se hicieron para las avellanas. Tranquilos que aún hay más, la seda de abajo será de papeles de fumar, semitransparentes, después los colorearé con sprays de colores, será el traje más bello y lo envidiarán, así se les caigan los dientes a los que no creyeron en mis manos. Volvió a voltear la tela y ya iba tomando forma. Tejados a base de cáscaras, tejados, aullidos. Sería un traje vivo, animal, con antenas que escucharán lo que la gente dijera de él. Jirones de seda de papel de fumar volarán entre las piernas de la afortunada a la que dé en el blanco. La lotería de los trajes. No sé lo que harán los demás pero el mío, os aseguro, no pasará desapercibido.

viernes, 3 de febrero de 2012

Aquellos carteros ya no existen...



Esos carteros ya no existen, desaparecieron en las lomas de pueblos lejanos. Se fueron yendo como los animales, y después nunca volvieron aquellos tiempos de las reuniones bajo la morriña del fuego. Las casas, la iglesia, Neruda, todo fue desapareciendo bajo las aguas: poemas, nudos de vidas bajo una presa, bajo la avalancha de la fuerza, oídos sordos ante las súplicas por mantener aquél recinto de vida: los bares, las montañas, cena de Navidad que habría que celebrar en otra parte, en ese pueblo gemelo de casas iguales prefabricadas donde la gente se pierde. No volvió a escribir nadie, para qué, los carteros habían desaparecido y con ellos las palabras traídas y llevadas habían perdido sentido. Buzones vacíos y gente que ya no salía a la puerta. Las palabras desaparecieron escritas y tan solo quedaron los sonidos que fueron convirtiéndose en bandejas de plata donde una palabra al caer resonaba en kilómetros, solo una palabra y el repiqueteo sin rima pasaba de una casa a otra, de un cordel a otro donde la ropa la impulsaba hasta llegar a las montañas donde los pastores, a través de rendijas oscuras entre los peñascos las repetían, cerraduras se sellaban para que de allí no salieran y quedaran resguardadas: una canción de amor para las nuevas generaciones que investigando, como lo hacen todas, encontrarían. No toques a esa puerta, dirían los mayores, pero ellos en su rebeldía las encontrarían. Un verso aquí, un poema allá y ya no podrían abandonar el lugar. Las montañas se harían de palabras hasta conformar casas y el dulce cartero de antaño aparecería a lo lejos con sus cartas llenas de más palabras como barajas en la mano y las lanzaría al aire y el cielo se llenaría de ellas. No necesito versos dirían algunos, pero ellos, las nuevas generaciones los atesorarían allá arriba hasta formar los besos de las palabras impresas en el paisaje. Besos de ahoras y de luegos y de siempres y de nuncas y de estoy y de te vas, besos para construir besos a los de no toques a mi puerta, abajo las puertas entonces. Que salga la palabra de cada uno y se beba el viento y se seque la presa y devuelva el pueblo. Qué lejos esos días en que los carteros se fueron, ellos fueron los primeros. Qué triste, cuanta tristeza la ausencia de lo escrito, los sonidos no eran suficientes para ver las cosas, sin cartas la vida era más pequeña, sin cartas se secó el pueblo, sin cartas quedaron enterradas las ilusiones, los sueños, los quehaceres, todo perdió valor y brillo, el sol dejó de salir y las brumas se apoderaron de ese pueblo que hoy duerme bajo las aguas.