Neradas

Compartir neros. Istmos de complicidad entre amigos que definen situaciones o personas según el momento.
Todo vale para esta palabra que no está en el diccionario.

J.E.

jueves, 31 de julio de 2008

El coleccionista de llaves



Cuando ella le había preguntado que de qué quería el cuento, él no supo qué contestar, levantó los hombros y con un movimiento de cabeza le devolvió la pregunta. La inventora de cuentos había insistido en que necesitaba un título para arrancar, y él contestó, que qué cuento sobre él escribiría si no estuviesen hablando, que qué se le hubiese ocurrido si al verlo montar su tenderete de llaves hubiese tenido una inspiración. La cuentista reflexionó unos segundos para decir: "Impenetrable. Así lo titularía yo". Pensó que se trataba de un juego y empezó a divertirle elucubrar. Miró hacia sus llaves y de nuevo a su cara inexpresiva, y continuó: "Era una gran puerta sin cerradura. Nadie podía abrir aquella enorme puerta cerrada hacia ya tantos, tantos años... ¿Entró allí de niño?, costaba creer que alguna vez lo fuera... Fue encerrado allí por maldad propia, o quizá del encerrador que se ocupó de que no pudiese salir por sí mismo..., qué más daba, el caso es que estaba encerrado... Y en ese encierro, fue capaz de liberar su mente... Había objetos dentro de aquél espacio cerrado... Otorgó a los objetos vida propia para sentirse acompañado... Se comunicaba con ellos... Se rebeló contra sí mismo y su situación, se autolesionó hasta ser liberado... Le fabricaron una cerradura y una llave que no encajó... Echaron la puerta abajo a base de golpes..." -En fin, podría hacerle un cuento a base de títulos que se me ocurren uno tras otro sin poder continuar, -dijo ella cogiendo su bloc para empezar a escribir. -Esa inaccesibilidad suya no motiva a inventar sino a investigar sobre usted. Así que de momento va a ser un cuento hecho de comienzos. ¿Le parece bien?"...
El coleccionista de llaves vivía en el barrio de la ciudad más alejado del centro, allí donde terminaban las casas y comenzaba la autopista, de hecho su vivienda, daba por delante a esa gran carretera y por detrás a las vías de un tren de cercanías y a los grandes recintos de fábricas modernas totalmente acristaladas. En aquél lugar se sentía feliz: Era barato, alejado de la gente, y con muchas vías de escape para unos ojos cansados de ver ya demasiadas cosas.
¿Desde cuando coleccionaba llaves?, pensó mientras llegaba a casa. Ya ni lo recordaba. Estaban ahí desde siempre. En los juguetes, en el colegio. ¡Anda que no robó llaves en el colegio!: De las clases, de las taquillas, del patio, de la sacristía, del gimnasio. Siempre al acecho. Siempre en horas de comedor. Siempre en solitario, y siempre a escondidas. ¿Desarrolló eso en él su personalidad futura?, o ¿su personalidad de entonces desarrolló esta afición que lo condujo a esta vida de ahora? No sabía. No sabía por qué algo tiraba de él todas las madrugadas y rastreaba rastros en busca de tesoros que seguramente habrían sido robados, y en esos puestos cochambrosos de su ciudad, o de la que estuviese cuando estaba de viaje, se perdía tranquilamente antes de empezar a hacer cualquier otra cosa. Los rastros. Merodear. Incluso pasear por las calles buscando objetos en el suelo. En los suelos de las calles había encontrado muchas de esas llaves que lo acompañaban a todas partes. Mirarse los pies, mirar hacia abajo, siempre daba sus frutos. Hasta dinero, pero por más dinero que en ocasiones hubiera podido encontrar, nada le producía más placer que descubrir una de aquellas llaves perdidas, cualquiera de esas llaves que eran ya un sinónimo de él mismo. Y en esta tarde calurosa en la que caminaba hacia su casa llevaba dos tesoros en el bolsillo: Una nueva llave de candado de maleta, o caja fuerte. Y un cuento que le había escrito una mengana nueva en el mercadillo en cuyo extraño tenderete decía vender sueños. Cuentos instantáneos a un euro.

miércoles, 30 de julio de 2008

Una carta imaginaria


Es lógico que uno se alimente de lo que sabe le va a sentar bien y elimine lo que pueda hacerle daño. Excepto, claro, cuando se trata del hombre del sombrero. Él sabe lo que le hace bien, y lo que no debería…, pero siempre elige lo contrario a esa lógica rotunda. En una calle que no conoce ha descubierto unos buzones abandonados que todavía conservan su estructura original, esa que tanto le atrae: a medio camino entre un cajón de oficina donde se archivan cartas o documentos ya leídos, y la hilera de huchas mágicas que preceden a las casas, y que en vez de monedas, contienen sorpresas de papel aguardando silenciosas ser abiertas por sus dueños. Asomándose de puntillas, el hombre del sombrero, ha podido comprobar que estos buzones indigentes de calle solitaria todavía reciben la visita del cartero, y le ha fascinado tanto, que en ellos piensa establecer su nueva dirección postal. No sabe para qué, porque no sabe quién le escribirá, y ya no espera nada de nada, ni de nadie, pero a veces, le gusta jugar al absurdo, provocar cosas inesperadas, inventarle vida a los objetos. Por eso, en estos casilleros asidos a una pared absurda, ha colocado su nombre para pasar por ahí de vez en cuando, para ver si recibe algo, para esperar una carta imaginaria que sólo por serlo, intuye podría materializarse...

martes, 29 de julio de 2008

Tarde de verano


Estío, verano urbano, asfalto ardiente, calina irrespirable, aire turbio de ventilador en cualquiera de sus revoluciones. Paredes que escuchan, ventanas que hablan desde fachadas cansadas, cortinas que en morse secreto bailan mensajes sigilosos. Todo quema. Ancianos que riegan macetas artificiales, iglesias tristes de ojos azules, verdes y amarillos vigilan tejados de patio de colegio vacío. Palomas que disputan un palmo de agua a ras de suelo y sobras de almuerzos callejeros. Árboles quietos de tarde de julio en la que nada se mueve. Y uno, pegado a su balcón es calor y es verano. Una palmera mira desde arriba con hojas caídas señoras que tienden ropa seca. Calma chicha de fin de mes que envuelve. Sopor de siesta entre tabiques desconchados de edificio de segunda, y mientras tanto...
Se espera el invierno. Se espera un viaje. Se espera una paga. Se espera no se sabe qué. Se espera lo que ya no se espera. Y en esa espera, dejando vagar la mente, pasa esa estación en que todas las cosas quedan detenidas.

lunes, 28 de julio de 2008

Amor de elefante marino


El jueves era el día de mercado en el arrabal. La chica que no esperaba a nadie montó su tenderete de cuentos en el último puesto del mercadillo. Allí, junto a un tipo extraño cuyo producto no dejaba de ser tan extravagante como el de ella. Eso le dio ánimo. ¡Llaves! ¡Ese hombre vendía llaves amontonadas en cajones de oficina! ¿Quién querría llaves? - Son para coleccionistas como yo-, dijo él adivinándole el pensamiento. Era un tipo de mediana edad, inclasificable, que apenas hablaba, y que ni siquiera se molestó en preguntar por qué vendía ella cuentos que quizá no interesarían a nadie. Parecía un personaje de ficción de los que matan sólo con entrar en la mente del adversario, carecía de movimientos. Sólo fumaba, y observaba sin pestañear cualquier actividad a su alrededor ya fuera de persona, animal, o cosa. Se sintió cómoda a su lado. Y entre su distraída disertación, y el gentío que merodeaba por allí, no advirtió que había llegado su primer cliente. Tenía unos diez años rubicundos y miopes, apocamiento, y torpeza de niño acomplejado. Sonriendo tímidamente desde su gordura, y bajando la vista avergonzado hacia el euro que llevaba en la mano, intentaba conseguir esa historia particular que prometía el cartel de la cuentista. Se giraba inseguro hacia el grupo de chiquillos que, con carteras en el suelo, esperaban expectantes, a empujones, la equivocación idiota de su pobre compañero. Lo habían enviado como cobaya hacia algo, de lo que por ser atípico, desconfiaban.
Con voz apenas audible, el chaval dijo:
-¡Amor de elefante marino!, por favor.
-¿Amor de elefante marino es el cuento que quieres?, - preguntó ella recogiendo el euro de su mano.
- Sí, -dijo el niño con una sonrisa que la traspasó.
- Pues claro que sí, -respondió ilusionada. -Vas a ser mi primer cliente-, y comenzó a escribir...
"En la Patagonia, había un lugar llamado Tierra de Fuego, y como estaba en la puntita de la bola del mundo, pues también lo llamaban El Fin del Mundo. Allí, en ese hermoso lugar, nació un elefante sin orejas ni trompa, con bigotes, y patas muy, muy cortas, tan cortas, que cada vez que tenía que desplazarse debía arrastrar su pesada barriga por el suelo y bramar como un ogro para lograrlo. Estaba muy triste porque quería haber nacido en otro lugar, y con otro aspecto. Siempre le faltaba algo para ser feliz. Todas las mañanas lloraba tumbado en una preciosa playa donde se sentía sólo y abandonado, y en su tristeza soñaba selvas lejanas donde otros elefantes más afortunados, transportarían pasajeros en el lomo con sus robustas patas, se rociarían de agua la cabeza con sus enormes trompas, y se espantarían las moscas con sus grandiosas orejas. A su lado una pingüina recién llegada de las profundidades del mar, cansada de tanto nadar, y tan falta de atributos selváticos como él, lo miraba escandalizada. No entendía por qué ese elefante tonto lloraba tanto, y se quejaba de cosas estúpidas que nunca llegaría a tener con esa suerte de paraje, en el que él, podía quedarse casi todo el año sin tener que andar de aquí para allá como ella. La playa donde vivía era tan bonita: el mar siempre estaba tranquilo, peces voladores, gaviotas y focas jugaban con él, de vez en cuando venían las ballenas, y en otras épocas llegaban ellos, los pingüinos, y además, los cormoranes de esas tierras eran los amigos más divertidos del mundo, no paraban de apelotonarse para hacer dibujos y figuras en las rocas. -¿De qué te quejas?,- le preguntó un día. -Tú eres un elefante marino, ¿para qué quieres estar en la selva?, ¿de verdad te gustaría tanto? Conozco sirenas que te concederían esos deseos. ¿Quieres que vayamos a verlas?, yo te dirigiré, pero ¡cuidado!, una vez consigas lo que quieres, a lo mejor no te gusta como pensabas, y no podrás volver atrás. Él aceptó y ambos partieron a las profundidades del océano. Por el camino visitaron caballitos y estrellas de mar, ostras y caracolas, delfines, algas, y corales hasta que por una gruta escondida llegaron a un paraje en la superficie. Rodeadas de dunas altísimas multitud de sirenas retozaban secándose al Sol. El elefante marino sonrió emocionado.
-Nunca habías entrado al mar, ¿verdad?, - le dijo la sirena hechicera. -¿Por qué si es tu hábitat no lo has explorado? ¿Estás seguro de que lo que deseas es lo que quieres? Pues hágase.
Inmediatamente le crecieron una trompa larguísima, unas orejas enormes, y unas patas descomunales. Ahora era un elefante mutado, con rasgos como los demás, pero con unos enormes ojos gris metálico que dejaban absolutamente intrigados a cuantos hombres lo miraban. La tristeza que habitaba en ellos venía de las profundidades del mar. Y en aquellas tierras selváticas a las que se vio trasladado nunca habían visto el mar, y por eso todos querían quedarse con él. Desde entonces, no paraba de hacer viajes del bosque a la ciudad con troncos enormes atados a su lomo, y al ritmo del látigo de esos hombres que soñaban, como él, con enormes playas plagadas de elefantes marinos, ballenas y pingüinos que nadaban a sus anchas bajo las aguas del Fin del Mundo."

El niño corrió feliz agitando el cuento hacia sus compañeros. El coleccionista de llaves se volvió hacia su compañera, y sacando un euro de su caja, le pidió otro cuento para él.

viernes, 25 de julio de 2008

La llamada


Entrar en sus ojos, pupilas que abrazan con sólo mirarlas, mezquitas que atrapan en un muecín de Damasco a El Cairo, de Marruecos a Bagdad. Volar en la alfombra mágica que ellos extienden y quedarse, quedar preso en tela de araña tejida con minaretes, bazares, harenes, jardines del Edén, genios y lámparas maravillosas. Y, sin embargo, querer despegar, bajar, volar del revés, volver, recuperar, y aunque grites, supliques y enloquezcas, saber que nada podrá ya salvarte.

jueves, 24 de julio de 2008

Nido de abejas


A la muerte de una abeja reina...
Anida tu ausencia de muerte en el alma. Amanece como pequeño zumbido y avanza en manto espeso que lo cubre todo. Se escucha, duele, se duplica si no haces nada. Hueco que usurpa ahora un extraño, un fantasma de ti. La resaca explota el cerebro y se acerca al exterior, escucha tras la puerta de la memoria, abre una rendija y se cuelan recuerdos despistados, acechantes, detenidos. Cierra aterrada, atrapada en escombros rememorados una y otra vez hasta quedar convertidos en arena. Los espacios deshabitados se vuelven locos, y enjaulados en los muros de la cabeza se multiplican. Las imágenes, abejas suicidas contra paredes de cristal, emboscadas con forma de salida, concierto de zumbidos que aumentan la confusión. Habrá que esperar el anochecer. En la noche todo se ahoga en la oscuridad...


miércoles, 23 de julio de 2008

Por los arrabales


La chica que no esperaba a nadie, en su afán por perderse sin rumbo buscando algún espacio donde llevar a cabo su propósito, insistía en visitar lugares siniestros del extrarradio de la ciudad. Quería atrapar con objetivo de fotógrafo, con minuciosidad de orfebre, y con una mente abierta a la casualidad y la sorpresa, un lugar que le dijese: aquí es.
Atardecía cuando apareció en una esquina la sombra de un sombrero. Atravesó con rapidez la calle. En su huida, la persiguieron ladridos de perro, tropezó con niños de ojos turbios, hombres de mirada adversa y odio amontonado, mujeres de manos agrietadas y semblante huraño, ancianos esquivos que se daban la vuelta y la observaban con curiosidad. Luego se perdió dos manzanas más abajo, y fuera del desconcierto, entre el gentío de una calle principal iluminada y repleta de terrazas, pensó que había encontrado lo que andaba buscando. Allí sería. Allí vendería sus cuentos. Cuentos instantáneos a un simple euro. Cuentos de sastre: a la medida. Cuentos callejeros. Ya lo veía. Dígame una frase y le construiré su propio cuento. Ábrase a su séptimo sentido. Salga por un momento de la realidad; como los parlanchines de antaño, vendería crecepelo y alargavidas hechos de palabras. En cada mercadillo, en cada feria, junto a una tómbola o al tren de la bruja. Así sería. Vendería ilusiones y sueños rebozados en barro, entre algodones rosas, palomitas de maíz o manzanas azucaradas, entre sombras de vidas ávidas de cuentos celestes. ¿Una desfachatez?, ¿un disparate?, bueno, se arriesgaría, ¿para qué si no haber puesto boca abajo toda su vida?, si no funcionaba, recogería el tenderete y pensaría en otra cosa.
Se sentó en una terraza de los bares que bordeaban la acera. Al lado, en otra mesa, un hombre se sorprendió al verla, ¿de qué la conocía?. Le llamó la atención el bloc de dibujo que llevaba en la mano y que depositó sobre la mesa mientras pedía un café. La observó. Sentía gran curiosidad por lo que podría dibujar aquella chica desgarbada y ausente. ¡Ah!, ¡claro!, ahora lo recordaba, la dibujó una vez en la barra del bar Futuro. Pero, ¿qué estaba haciendo?, ¡no dibujaba!, ¡usaba el bloc para escribir!, y además, a una velocidad que lo dejó doblemente pasmado. Se asomó por encima del hombro concentrado en la mano urgente, y alcanzó a leer: "Estoy segura. Lo he visto, Era él. Era aquél hombre de la barra del "Futuro". Aquél solitario azul entre el humo del tabaco, el que insistentemente me buscaba la mirada aquella noche, aquella noche en la que yo no podía mirar a nadie. Ese sombrero..., esa cara... No, no quiero encuentros, ni reencuentros. No sabría qué hacer con ese sombrero de hombre …".
El dibujante no cabía en su extrañeza, al hombre del sombrero también lo había dibujado él. ¡Ella estaba escribiendo sobre otro personaje que él había dibujado en el "Futuro"! ¡Esos personajes de papel habían cobrado vida propia!

martes, 22 de julio de 2008

PROYECTando


“Conseguiré vivir de ello, sin atarme a ningún sitio, sin nadie que me dirija. Hoy escribiré aquí, y mañana allí, y en cualquier punto seré capaz de producir lo suficiente para no apartarme del sistema, pero tampoco para zambullirme en él. Lo haré en paralelo, a mi aire.”
La chica que no esperaba a nadie, no dejaba de proyectar. Montaré un tenderete cada vez dónde me plazca y lo dedicaré a la escritura espontánea. Relatos a la carta, o por encargo, o al momento. “Dadme un argumento y lo haré realidad”.
Piensa pedir una pequeña cantidad por cada cuartilla personalizada. Quiere desprenderse de todo, hasta de lo que escribe. Nunca volverá a leer sus textos, los entregará al peticionario, y éste se marchará para siempre con un trozo de ella misma que dejará ir sin más.
Los días que recoja lo suficiente, se alojará en un hotel; los que no, dormirá a la intemperie, en algún parque o jardín, en algún lugar que le ofrezca la posibilidad de relacionarse con personas diferentes. Ya está, esto le parece un buen comienzo.
Dejar correr la escritura, no guardarla, no necesitarla; dejarla ir en manos de otros. Generosidad y libertad. No volverá a atarse. Ni siquiera a su única vocación…

lunes, 21 de julio de 2008

El primo Antonio


Murió el primo Antonio, y con él un trocito de cada uno de nosotros, su familia de tierra firme. Nunca olvidaré aquellas fabulosas aventuras que contaba del mar, y de los hombres del mar. Era marino mercante, y en cada una de sus visitas venía cargado de extraños y exóticos regalos. Cuando se marchaba, el efecto de sus palabras permanecía en mí durante mucho tiempo, cogía mi gran atlas y buscaba aquellos poblados donde las rodajas de merluza eran serpientes de mar; se comían ratas y gatos como exquisitos manjares; sirenas de hipnóticos cánticos atraían marineros para devorarlos; tiburones atracaban barcos, y otras cosas por el estilo: Guinea, Madagascar, Indochina, Polinesia, Tanzania o Tanganika se convirtieron en paraísos secretos que yo visitaba subida a mi cama, convertida en un flamante navío durante las tediosas tardes de siesta veraniega. De las historias que me contó y que yo redondeé con el paso de los años, me viene a la cabeza la que, casi siempre, era el disparador de las demás, y que reproduzco cada vez que pienso en él...
"Una noche en la que navegaban perdidos en un mar interminable, divisaron una costa, y en ella una luz sobrenatural. Conforme se acercaban quedaron extasiados por unas extrañas figuras que flotando en el aire bailaban una singular danza en la cima de aquel resplandor. Eran fantasmas de humo agitándose en la oscuridad. Al amanecer, y siguiendo el halo mágico de aquellas siluetas apenas ya perceptibles en el cielo, llegaron a un poblado perdido de la gran isla de Madagascar.
Encontraron allí una tribu de las que no se recuerda el nombre, pero que en lengua original significa (los que no se cortan el pelo). Hombres y mujeres lucían melenas increíblemente largas con las que quedaban prácticamente vestidos, cubrían además sus cuerpos con pesados collares de metal, caracolas, plumas multicolores y cintas de telas brillantes y llamativas. Eran muy felices, siempre sonreían excepto cuando luchaban contra sus enemigos o llegaban extranjeros a la isla. Por ello, costó mucho convencerles de que no ocurriría nada malo con la presencia de los recién llegados. Finalmente, los dejaron quedarse unos días mientras recuperaban fuerzas tras su larga travesía.
Al atardecer, el jefe de la tribu convocó al poblado en una gran hoguera, las sombras de la noche anterior volvieron a danzar en silencio por encima del fuego, y la isla quedó atrapada en segundos por esa luz misteriosa que dan las llamas a la oscuridad. Inquietos y algo asustados los recién llegados imitaron a los demás sentándose alrededor de la enorme fogata. Primero rindieron culto a los antepasados, después dieron cuenta de una suculenta cena a base de pescados, carne de tortuga, y voluminosos frutos del árbol del pan. Más tarde, cuando todos estaban sedientos de oír los relatos extraordinarios de aquella noche, el Jefe decidió contarles la gran historia, la que había sucedido en ese mismo lugar hacía ya muchos, muchos, años."
Pero esto ya sería otra historia...
Los hombres se le mueren a los cuentos, pero no así los cuentos a los hombres. Vaya esta historia en honor de aquél marino mercante del puerto del mundo, que llenó mi vida de sueños.

viernes, 18 de julio de 2008

El peso de la ley


Lo habían atracado, y se refugió en su coche. ¡Policía!, gritó. Un peso descomunal lo sacó por los hombros, cayó sobre él precipitándolo al suelo, y allí mismo le colocó unas esposas y le exigió una documentación que nunca conseguiría.

jueves, 17 de julio de 2008

El viento vuelve a soplar


Cuando la brisa de la tarde anuncie que el viento esta llegando a la ciudad, el huracán no tardará en aparecer. Las casas hablarán por sus grietas, los tejados se descoyuntarán, las antenas, arrancadas de raíz, dejarán de emitir ondas, la ropa huirá de los tendederos, los árboles azotarán ramas y pájaros al vacío. Las voces subterráneas susurrarán mi nombre. Me vendrán a buscar...
El escultor de espectros, pensó que su nuevo inquilino bromeaba al pronunciar aquellas palabras. Se había identificado como poeta, y le había pedido que le dejara escribir sus versos en la pared. Nada serio. Una excentricidad como otra cualquiera. Lo que no pudo intuir en aquél momento es que esa sentencia se cumpliría, y que llegaría a dolerle tanto.
Una mañana se levantó inquieto, paseaba por el estudio de pared a pared con sensación de encierro. No podía terminar su obra, sentía que ésta, se hacía y deshacía a solas, sin control de sus manos, y tuvo miedo. El poeta se lo había advertido, pero él no quiso creerle, pensó que citaba pasajes odiseicos y que metaforeaba a Penélope, sin embargo, ahora rememoraba una a una aquellas palabras...

Ha Cerrado todas las ventanas. El viento zarandea los cristales, y asoma enloquecido por cada ranura, chilla en cada rincón. No se dará por vencido. Corre a la habitación. Ya es tarde. El poeta ha desaparecido. Sólo en la pared, como siempre, ha dejado su huella:

"Y recuerda atenazando temores lejanos, que el lado agrietado de la existencia, sólo es un lado, y que imprime hoy dolor, y mañana huellas de furor convulso que arrastrarán a cada paso el pasado, y sólo borrarán lo sucio, cuando arrase la marea y el viento vuelva a soplar".

miércoles, 16 de julio de 2008

Vagabundeando


El hombre del sombrero sale el último del bar. Una vez en la calle, aspira el frescor nocturno y se siente poeta. Es la ventaja de no ser y no hacer nada. Uno puede elegir. Se es o no se es. Y cuando no se es, no hay imposibles. A eso lo llama él ociosidad de lujo, vacío que en realidad ocupa todo su espacio. Camina iluminado, iluminado es borracho, y borracho compone y se dedica en voz baja y arrastrada, poemas que va inventando por momentos. El paisaje oscila al compás de sus pasos. Guiña un ojo, y después el otro. -Te engaño, -le dice a la Luna-, te veo y no te veo, y cuando no te veo no existes. Yo soy la noche. En los descampados que bordean mi casa, las ratas corretean a su antojo, entre la podredumbre y la maleza, dando gritos agudos. Gritos que estremecerían a otros pero no a mí, ellas forman parte de mi oscuridad y mi lugar. Ellas son la otra cara, el reverso oscuro de ardillas en jardines. El reverso que también soy yo en otros hombres...

lunes, 14 de julio de 2008

Desvinculando


La chica que no esperaba a nadie, apuró su última cerveza, se levantó como pudo apoyando con fuerza los brazos en el mostrador, apretó un pie contra el suelo, luego el otro, y salió del bar tambaleándose camino del hotel. Antes de acostarse, le hubiese gustado escribir sobre los acontecimientos del día, sobre la gente que observó a su alrededor en ese insólito lugar llamado Futuro, sobre el hombre misterioso de la barra, sobre el camarero, sobre tantas cosas…, pero todo le da vueltas, mañana pensará en ello. Mañana paseará por la ciudad como una recién llegada, como si nunca hubiese estado allí, como si acabase de nacer y le hubiese tocado en suerte moverse por esas calles. Mañana será un animal fuera de su jaula, un rehén liberado, un convicto conmutado, una fiera con alma deambulando en busca de cualquier cosa, mañana escribirá, proyectará, pondrá en práctica lo planeado, mañana, mañana, mañana... Enviará las cartas. ¿Enviará las cartas? Sí. ¡Enviará las cartas! No. Bueno, mañana…

Recién levantada, sale a la terraza, observa desde lo alto, despliega su libreta y anota con precisión los movimientos de los viandantes, esas cabezas que se dirigen a alguna parte. Imagina la suya, la suya camina entre ellos, pero sin rumbo. La suya es una madeja, una madeja de lana echa ovillo, un ovillo hecho muñeco, un muñeco encadenado que dará vueltas sobre sí mismo hasta desenrollarse. Mientras escribe piensa, y mientras piensa decide. No, no enviará las cartas. Irá en persona, y además hará alguna extravagancia, algo que no esperen, algo que les haga comprender que no hay vuelta atrás. Se viste sonriendo, se le ha ocurrido una tontería, una gamberrada que…, ¿por qué no?, a partir de ahora, piensa hacer todo lo que quiera hacer. Ha llegado su momento. Empieza la cuenta atrás.

Sale a la calle resuelta. Sus piernas tiemblan bajo el pantalón pero se reafirman en cada paso. Ya sabe dónde va. Su primera parada será en una juguetería. Esto será un juego a partir de ahora, y para eso necesita el gran juguete. La pistola. Una pistola de agua que disparará contra todo aquél que trate de retenerla. Próxima parada, ¿la oficina?, ¿su casa?, jajajajajajaja…

jueves, 10 de julio de 2008

Un sillón bajo las estrellas


Lo encontré allí, tirado junto a un contenedor, frente a una pared grafiteada donde una niña parecía caminar hacia él. Abandonado y solitario, desprendía algo tan familiar. Olía a infancia, a piernas de abuelo, a guiño de la memoria. Lo recogí. Lo abracé por el respaldo para poder llevarlo en peso hasta mi casa. Él protestaba rebelde crujiendo ante la invasión. Era un sillón suicida, arrancado de la muerte y cabreado ante el rescate. Yo notaba su rechazo pero aún así quise hacerlo mío. Limpiarlo, restaurarlo, adoptarlo, y así lo hice. Cerré el boquete que tenía abierto a espuma viva en sus entrañas, pulí sus brazos, engomé sus patas. Sin embargo, seguía teniendo algo dramático de mundo perdido cada vez que me sentaba en él.

miércoles, 9 de julio de 2008

El hombre de la barra y la chica que no esperaba a nadie


Atravesaron la puerta de aquél bar llamado Futuro y dejaron atrás el mundo del que intentaban alejarse todos los días aunque fuera un ratito. Él se acercó al mostrador y cogió una de las cervezas que hoy regalaba la casa en su segundo aniversario. Ella hizo lo mismo. Estaban allí como siempre. Los dos eran habituales pero a distintos horarios. Nunca se habían visto. Cada uno adoptó su lugar, y cada uno desde la esquina opuesta de la barra, miraba al vacío inmerso en sus pensamientos, observando de vez en cuando la algarabía de gente que, sólo por ser gente, odiaban. Ambos eran adictos a las horas solitarias en las que el bar estaba vacío. Uno por la mañana. La otra por la tarde. A ella le hizo gracia el sombrero de él y que estuviese solo en el otro extremo. A él le llamó la atención el aspecto desgarbado de ella y su expresión de asombro al mirar a los demás, parecía no esperar a nadie, complacerse en su soledad. Él siempre pedía una botella de vino, y un vaso de tubo que rellenaba una y otra vez mientras dejaba pasar las horas. Ella siempre pedía cerveza. No hacía nada más. Con la mirada perdida fumaba un par de cigarrillos, agotaba la bebida, y se marchaba. Pero hoy era diferente, hoy estaba nerviosa. Ese estar allí sola, rodeada de gente y a esa hora insólita, le producía un desasosiego distinto al de las tardes habituales. Ahora ya no tenía que dar explicaciones a nadie, ¿o sí?, tan solo hacía un par de horas que había decidido, por fin, desaparecer sin más, ó más bien, que se había dicho a sí misma que se marcharía lejos por una temporada indefinida, para ser más exactos. Todavía llevaba en el bolso las cartas que lo explicarían. ¿Las enviaría, o era una pobre infeliz que tras su quijotada imaginaria volvería mañana a ser la de siempre?, ¿sería hoy otro día más, haría otro amago de independencia a tiempo parcial como de costumbre?. No. Ahora era verdad, era real, su casa se había convertido en un hotel y sus pertenencias se reducían a una maleta. Ahora lo que quería era sentirse así para siempre, sola en la barra de un bar, y además si ese bar se llamaba Futuro, pues mucho mejor.
De pronto le pareció notar que el hombre del sombrero la miraba desde el otro lado. Se removió inquieta en el taburete y sin saber qué hacer, pensó en levantarse hacia los lavabos. Pero para ello, debería pasar justamente detrás de él y, con la gente que se agolpaba a su alrededor… quizá lo rozaría sin querer, tendría que pedirle perdón, y con la disculpa, tendrían que cruzarse las miradas, y ella continuaría hacia el baño, y él la seguiría...
Él hombre del sombrero, desde el otro lado, la miraba fijamente, indiscreto, dudando en si estaría tan borracha como él a juzgar por las cervezas que había bebido. Quizá ella tuviese motivos para hacerlo, no como él, a él se le habían agotado los motivos. Dudaba en acercarse o dejarlo estar. La máquina de tabaco estaba justamente detrás de ella, y con la gente que se agolpaba a su alrededor… quizá la empujaría sin querer, y tendría que disculparse, y para ello tendría que dirigirse a ella, y ella no creería que sólo iba a comprar tabaco, y él por no volver a pasar por el tumulto, acabaría sentado a su lado, y ella lo abordaría...
Ninguno abandonó su puesto, los dos continuaron sentados en sus respectivos taburetes sin dejar de beber.
- Sois mis mejores clientes, ¿sabéis?, - dijo el camarero que hacía rato quería entablar conversación con ellos. Ninguno contestó, se miraron con complicidad de bebedor, y sonrieron. Era la primera vez que el camarero los veía mirarse desde que habían entrado, se entusiasmó. Hacer de celestino era su fuerte. Más tarde brindarían los tres juntos acodados en la barra, y la noche y el alcohol terminarían su trabajo.
Pero en una mesa del interior, un dibujante borraba al camarero, sobraba en la historia de esos dos personajes que meses atrás, y en ocasiones distintas, él había dibujado por separado.

sábado, 5 de julio de 2008

Globalización


La marioneta humana desobedecía los hilos que tiraban de ella para manejarla y así, descompasada, bailaba cuando debía dormir, dormía cuando debía trabajar, y ejercía cada una de sus funciones al revés que las demás, las otras marionetas, las coherentes. Éstas, a pesar de no estar contentas con sus hilos, bailaban y se movían al son de quien dirigiese el espectáculo y así, movidas por esos hilos conductores, agredieron sin piedad a la rebelde reduciéndola a la nada. Con el tiempo, otras rebeldes levantaron un monumento en su honor, y las otras, las coherentes, volvieron a reducir a esas rebeldes, y así sucesivamente, generación tras generación, unas y otras fueron levantando monumentos y destruyéndolos según qué o quién manejara los hilos. Un día se dieron cuenta de que se necesitaban unas a otras para ejercer su rol. Sin coherentes no habría rebeldes, ¿contra quién o qué se iban a rebelar si no? Sin rebeldes, las coherentes no podrían ser represoras, ¿de quién? De esta forma llegaron a la conclusión de que era imposible un entendimiento, y preocupadas por ese mal sin solución, decidieron seguir siendo opresoras u oprimidas según la función que les tocase representar. De otra forma, el teatro dejaría de ser teatro, y la representación perdería su sentido. Al fin y al cabo, todo buen cuento necesitaba vencedores y vencidos, felicidades de unos a costa de otros, comedores de perdices, perdices...

jueves, 3 de julio de 2008

El maravilloso mundo de las cosas perdidas


El coleccionista de llaves recorría países y mercadillos añadiendo nuevos ejemplares a su muestrario de vidas secretas y servidumbres emocionales. Amaba ese universo de objetos con alma que despojados de su función quedaban en una dimensión incomunicada. Ya no abrirían nada nunca, pero en él, amante de lo inservible, esas llaves de cerraduras perdidas latían con vida propia en su interior y llenaban su mundo de pasión y fantasía, dos engaños que lo mantenían entretenido mientras pasaba la vida. Solitarias y perdidas en un cajón desastre, unidas sin piedad por ese dueño caprichoso admirador de la inutilidad, se habían convertido en las llaves de las etapas de su vida, esas que no abrirían las puertas que se habían ido cerrando con el tiempo por siempre jamás, esos espectros de felicidad perdida y felicidad aún por llegar.

miércoles, 2 de julio de 2008

Manías



Un clic y el número de la pantalla que cuelga del techo se adelanta. Es su turno. Camina indeciso hasta sentarse por fin en la mesa cuatro, es el número que lleva en la mano y no puede hacer otra cosa. Odia los números pares, está convencido de que le traen mala suerte, como la ropa gris y las viejas por las que siente un odio indiscreto y constante, reflejado en ellas no puede soportarse. ¿Por qué esta combinación nefasta vieja-cuatro?, podría haberle tocado la rubia de la tres, o el chaval con cara de nada de la cinco, incluso se hubiese conformado con la gorda de la uno, pero no. Había tenido que ser la vieja de la cuatro.

El día anterior confirmó esta teoría una vez más. Sentado en la terraza de un bar lo presintió, presintió que algo feo iba a pasarle y aún no sabía por qué.
"Estate quieto", dijo una voz de mujer anciana detrás de él. No la había visto, se había sentado en la mesa de al lado pegada a su espalda. Sintió pánico, se dio la vuelta pensando que se dirigía a él, pero no, estaba sola. Un momento después, volvió a escucharla: "¿a que hace muy buen día?, ¿ves?, te lo dije, y tú sin querer bajar". Se dio la vuelta de nuevo. No había nadie con ella y pensó que estaba totalmente chiflada. ¡Vieja y loca!, ¡el colmo de la mala suerte!, se dijo cruzando los dedos para que se fuera cuanto antes.

La voz lo atronó de nuevo pero esta vez para pedir un Martini blanco. Se espeluznó. ¡Por favor! ¡Vieja, loca, y borracha! y no podía marcharse, es lo que debía haber hecho, pero esperaba a su compañero que iba a sustituirlo en la oficina y había quedado allí para pasarle información. No tenía modo de escapar. No había más sitio y además su sucesor ya estaba girando la esquina y se dirigía a él con una gran sonrisa alzando la mano en señal de reconocimiento. Todo era inevitable.

- ¿Qué tal?, -dijo sentándose enfrente.
- Bien, bien, más o menos…- contestó él mirando hacia atrás.
- Bueno, ¡cuéntame!, ¿hay mucho curro en tu departamento?
- Pues… Según como se mire. Suele venir gente, pero depende de lo que les digas te irá mejor o peor, a mí ya ves, me trasladan a un despacho sin público, la gente no es lo mío.
- ¿Pero, qué clase de gente es?, ¿qué ha pasado exactamente?, sólo he oído rumores.
- ¡Pesada!, gente muy pesada. La última señora que atendí era una vieja que insistía en que le facilitase una información imposible. Repetía todas mis frases, asentía con la cabeza como si lo entendiese todo y después, cuándo ya creía tenerla convencida de que no podía dirigirse a ningún departamento más, me preguntó, "ya, pero ¿dónde…?", y no la dejé terminar, no podía más, ¿dónde, dónde?, le dije, pues ¡a casa el conde! ¡Ya ves tú!, una tontería como otra cualquiera, y mira, me denunció y de ahí mi traslado. Las viejas me traen mala suerte, ¿no te lo había dicho?
- Qué faena, ¡madre mía!, a mi en cambio se me dan bien, les digo dos tonterías amables y me las llevo al huerto enseguida.
- ¿Has visto a esa que tenemos detrás?, - le dijo él volviéndose de nuevo-, esa habla sola.
- Pero si está callada la pobre mujer, ¡hombre!
- Espera y verás, con ellas nunca se sabe.

Continuaron hablando y la mujer se levantó, se acercó a él con una correa en la mano y le dijo que si podía cuidarle al perro.

- ¿Qué perro señora?, eso que lleva usted atado no es un perro, es un adefesio, ¿a este era a quien le decía que por qué no quería bajar?, pues claro, señora, no quería bajar por que usted le llama perro y en realidad es una morcilla gorda, una morcilla gorda y repugnante que no para de gruñir.
- Vayámonos, por favor, -le dijo su compañero mirándolo atónito-, No le haga caso señora, está un poco nervioso, eso es todo, no lo ha dicho por ofenderla.
- ¿Ves como las viejas me traen mala suerte?

Se levantó y notó un fuerte dolor en la pantorrilla. Unos dientes afilados le zarandeaban la pierna de lado a lado. Por un momento el perro lo soltó, pero continuó gruñéndole y retándolo, ladraba y ladraba sin parar, la vieja estiraba de la correa sin moverlo ni un ápice, y entonces ocurrió todo muy deprisa; el perro, la vieja, el camarero que acudió a los gritos, el compañero, los ladridos, la sangre, empujones, luces azules, coches, uniformes, policías, otra denuncia.

Y sí, aquí estaba hoy pero desde la otra parte y en otra administración, teniendo que pedir número, ese número par que iba a joderlo seguro y por si fuera poco con esa vieja esperándolo.

La vieja lo miró por encima de las gafas y prácticamente le arrancó el papel que llevaba entre las manos, leyó por encima y preguntó:

- ¿lleva la factura del médico?
- Sí, mire.
- Pero no lleva sello, no se la puedo admitir así.
- Y… ¿dónde puedo ir a cuñarla?

La mujer lo miró con satisfacción de arriba abajo, se regodeó unos segundos y le dijo:
- ¿Dónde, dónde?..., ¡a casa el conde!